Zoocracia, o gobierno de los animales


Algunos de los grandes teóricos de la polí­tica han clasificado las formas de gobernar el Estado. Platón, por ejemplo, las clasifica en plutocracia, democracia y aristocracia. La plutocracia es el gobierno de los ricos. La democracia es el gobierno del pueblo; y la aristocracia es el gobierno de los mejores. Montesquieu las clasifica en república, monarquí­a y despotismo. La república es el gobierno inspirado en la virtud. La monarquí­a es el gobierno inspirado en el honor; y el despotismo es el gobierno inspirado en el terror. Ninguno de los grandes teóricos de la polí­tica, empero, ha incluido, en su clasificación, la zoocracia, o gobierno de los animales.

Luis Enrique Pérez

La zoocracia es una forma especial de gobierno. La especialidad consiste en ser la forma en la cual pueden convertirse las otras formas de gobierno. Puede haber, entonces, por ejemplo, zooplutocracia (o Estado gobernado por animales ricos); zoodemocracia (o Estado gobernado por animales que el pueblo elige); y zooaristocracia (o Estado gobernado por los mejores animales). Puede haber también, entonces, zoorepública (o Estado gobernado por animales virtuosos); zoomonarquí­a (o Estado gobernado por animales honorables); y zoodespotismo (o Estado gobernado por animales terroristas).

Una democracia puede transformarse en zoocracia aún si los ciudadanos son advertidos del pavoroso peligro de elegir gobernantes que suministran evidentes indicios de animalidad. La democracia puede sufrir tal transformación porque los ciudadanos son seducidos por el perverso artificio retórico, o por la promesa absurda ataviada de factibilidad, o por el banquete de demagogia que embriaga con el tóxico brebaje de la mentira, el engaño, la hipocresí­a y la explotación de cenagosas pasiones populares.

La democracia que se ha transformado en zoocracia puede prosperar si los ciudadanos, aunque reconozcan la animalidad de sus gobernantes, prefieren ser cautelosos cobardes que la toleran y la sufren, y no audaces valientes que la detestan y la combaten. Entonces los gobernantes zoócratas hasta pueden creer que tolerancia y cobardí­a son complacencia y admiración; o que son brillantes estadistas, o sabios conductores de los pueblos, o milagrosas bendiciones de la historia, o salví­ficos agentes providenciales de los pueblos.

La zoocracia no es propia de algunos paí­ses. Es universal. Es cosmopolita. Derriba fronteras. Erige reinos. Ansí­a imperios. Se hospeda con la misma holgura o con la misma comodidad, en un paí­s pobre o en un paí­s rico. Empero, la zoocracia puede tener preferencia por paí­ses que le prometen prosperidad mediante renovados triunfos electorales. Puede tener preferencia, por ejemplo, por paí­ses latinoamericanos. Algunos de esos preferidos paí­ses (incluidos algunos centroamericanos) son arrogantes zoocracias. Lo son, no por cautelosa cobardí­a ni por casual error electoral, ni por punible paciencia civil, sino por ominosa propensión idiosincrásica. Es una propensión por la cual el pueblo no es la voz de Dios, sino el grito absurdo de la estupidez victoriosa. En esos paí­ses, la zoocracia no es tolerada y sufrida, sino exigida y disfrutada. Y no hay soberanos ciudadanos que reclaman derechos, sino humillados súbditos que agradecen favores.

Post scriptum. La zoocracia ama aquellos pueblos cuyos atributos son la ignorancia como privilegio, la irresponsabilidad como vocación, la indignidad como ambición, el resentimiento como modo de vida, y la servidumbre como moralidad.