Es la inmediata respuesta al consumidor si pregunta por qué tal o cual producto, bien o servicio su precio anda por las nubes. El argumento que invocan no es válido, imposible convenzan al hombre de la calle, pero finalmente se adquiere, sea como sea, a fuerza de la necesidad.
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Lavan la cabeza del cliente, sin que chiste palabra alguna. Qué triste dicha situación que niega la solidez con la cual es promocionada en su justa dimensión cada uno de los valores humanos; semejante a la lucha secular entre David y Goliat, entre el bien y el mal totalmente.
Hasta en negocios sencillos como las tiendas de barrio que antaño fueron paño de lágrimas del vecindario, varias cuadras a la redonda, hoy en día se subieron al mismo carro. Tampoco escapan los mercados cantonales, ampliados en plena vía pública, saturados de chinamas y vendimias.
En los supermercados con títulos rimbombantes, muestra de la trasculturación, donde se paga por entrar, decían los abuelos sabihondos. La mercancía etiquetada y completada por el código de barras viene a afectar al sándwich de siempre, el apelado consumidor todo el tiempo.
Desde que un ex gobernante, «de cuyo nombre no quiero acordarme» oficializó la libertad de precios, sumiso a presiones de mandamases extranjeros, bajo el escudo falaz que el mercado así fijara precios mediante la competencia, dio inicio la indetenible carrera hoy al máximo.
Suben los pliegos tarifarios de servicios, entre ellos la telefonía, luz eléctrica, transporte, etcétera, y las autoridades hacen mutis por el foro. A lo sumo en el caso de los combustibles expresan con una frialdad pasmosa que el asunto se debe a los precios internacionales y se acabó.
Queda demostrado que todo lo que sube nunca baja, listos para encamararle más al pública aguantador y desprotegido cualquier momento. Tenemos entidades supuestamente en defensa del consumidor, sin embargo eso no pasa de mera teoría, concluyendo en que nada en dos platos.