Mario Cordero
A pesar de que este mundo se vuelve más globalizado, y que el inglés (aunque sea a nivel técnico) se ha vuelto comprensible en casi cualquier punto urbano del globo terráqueo, la Humanidad aún no se salva del problema de la incomunicación, y seguimos sintiéndonos solos sin poder expresar nuestros sentimientos para que alguien los comprenda.
La escena puede ocurrir en un autoservicio de cualquier «restaurante» que no ofrece calidad, sino rapidez.
– Por favor, ¿podría decirme qué oferta tiene hoy? -pregunta el automovilista, ante una bocina sin rostro humano.
– Espere un momento -responde la bocina; 48 segundos después está lista (la bocina) para responder -por el momento sólo le ofrezco el menú del día a 25.
– ¿No estaba a 20? -pregunta con una mezcla de ilusión y sentimiento de engaño (el aviso comercial le había informado que valía eso y no 25).
– No, esa promoción ya no la tenemos… fue el mes pasado -responde la bocina, sin ninguna empatía.
– Y, ¿cuál es el menú de hoy? -pregunta el consumidor.
– Hoy, martes, está de oferta el menú de pollo.
– ¿No podría ofrecerme el del jueves, el de costillas??
– No, ésas son el jueves. Hoy es martes -responde sin emoción.
– Bueno, deme el pollo de todos modos.
– ¿Agrandado? Sólo cuesta 2 más.
– Mhhhh?, bueno, está bien -responde sin mucho convencimiento.
– ¿Algo más a su orden? ¿Algún pastelito o bebida para acompañar?
– Mhhhh, no, muchas gracias.
– Está bien, entonces son 30, pase a vent?
– ¿Tiene desayunos todavía? -pregunta el consumidor automovilista cortando a la bocina.
– Ya no tenemos, dejamos de servirlos a las 11 de la mañana, y son las 11:20 -justifica la no existencia de desayunos, sólo 20 minutos después de haber despachado el último paquete frío, preparado, indistintamente, una noche antes.
– Entonces, solamente.
– Pase a ventanilla?
El consumidor con ruedas avanza.
– Buenos días, ¿en qué puedo servirle? -pregunta la voz ahora con rostro que se visualiza en la ventanilla.
– Señorita, ya había pedido, era un menú?
– Disculpe, no es a usted -interrumpe al cliente (que no por ello tiene la razón), señalando el aparato comunicador, haciéndole entender que está hablando con otro cliente, por la bocina despersonalizada. Tras 3:38 minutos, la señorita está lista para atender de nuevo a su cliente frente a ella.
– Me pidió el menú de camarones, agrandado, ¿verdad?
– No, le pedí el de pollo, normal, el de 20 -responde un poco molesto, ya que se da cuenta de que no obtuvo lo que pidió.
– í‰se le cuesta 25, ¿algo más a su orden? -reitera la señorita.
– ¿Desayunos no tiene, verdad? -insiste.
– Mhhhh, déjeme ver? ARTURO, ARTURO, ¿TODAVíA TENEMOS DESAYUNOS? Fíjese que no. Disculpe. ¿Una bebida para acompañar?
– Mhhhh, ¿tiene té frío?
– Sí, pero le tarda cuatro minutos, ¿está bien?
– Entonces deme un café mejor.
– 35 por todo. ¿Tiene NIT o es consumidor final?
– Mejor no me dé factura.
A pesar de que ésta refleja una escena cotidiana, y que se reitera infinidad de veces en cualquier ciudad urbana del mundo, podemos ver que bien podría ser una parte de una obra del llamado teatro del absurdo, o, para ser específicos, de «La cantante calva», la obra maestra de Eugene Ionesco, quien esta semana habría cumplido los cien años de vida (si es que estuviese vivo).
«La cantante calva», estrenada en 1950, la obra fundacional del Teatro del absurdo, en la que Ionesco, junto a otros autores, como Samuel Beckett, se dan cuenta de que la Humanidad está sufriendo por trampas hechas por sí misma, como la incomunicación o las falsas esperanzas.
Ionesco, que el jueves pasado habría cumplido cien años, supo explicar mejor que nadie cómo sufría la sociedad (sobre todo la del primer mundo), especialmente en la posguerra. Supo comprender que pasamos por la vida sin lograr comprendernos, y que nuestro mundo interior no podrá ser comprendido.
La idea le surge cuando Ionesco (rumano de nacimiento, francés por filiación) intentó aprender inglés. De ahí pudo observar algunos de los problemas de la incomunicación.
Leer la obra pudiera ser un proceso extraño, quizá incomprensible. Sin embargo, presenciarla en el acto, y observar los gestos de los buenos actores, es una de las experiencias más ricas que puede ofrecer las tablas.
La trama trata sobre nada. Una pareja, al principio, habla sobre cualquier cosa, enfrascándose en juegos del lenguaje. Posteriormente, se suma otra pareja, una criada y hasta un bombero, quien recuerda a la cantante calva, preguntando por ella, sin que ésta tenga relación con lo que les preocupa.
Al final, todos terminarán dando vueltas por el escenario, pronunciando textos descontextualizados, sin relación uno con otro, y poco a poco una fuerza, como un remolino, los atrae para sí, sin que tengan escapatoria.
Antes, hubo otros intentos de mostrar lo absurdo de nuestra existencia, como Alfred Jarry, que propuso a «Ubú Rey» como el personaje típico que se preocupa por sí mismo, sin importar lo demás. También, Miguel Mihura, dramaturgo español, había propuesto «Tres sombreros de copa», que también raya en los diálogos y situaciones absurdas, pero que por ser incomprendido en su época, su obra termina estrenándose posteriormente a las obras de Ionesco y Beckett, a pesar de que la escribió 20 años antes que éstos.
Pero el objetivo de este artículo es celebrar a Ionesco, considerado el padre del Teatro del absurdo, la obra que revolucionó el teatro mundial. A pesar de que su propuesta tiene casi 60 años, aún tiene mucha vigencia, porque el problema de la incomunicación sigue siendo una constante, sino es que peor ahora que hace medio siglo. De vez en cuando, alguna compañía se arma de valor y de mucho talento para representarla por Latinoamérica. Si tiene esa suerte, vaya a verla? será una experiencia que le tocará la vida.