«El Estado laico es una condición para el ejercicio pleno de la ciudadanía.»
Patricio Dobrée y Line Bareiro
ricardomarroquin@gmail.com
Si bien es cierto que la Constitución de la República y la Declaratoria Universal de los Derechos Humanos establece que tenemos libertad de culto y de pertenecer o no a cualquier religión, otro elemento fundamental para la convivencia social y la construcción de la democracia es el respeto de la laicidad del Estado.
En Guatemala, el apego a las creencias religiosas, que se rigen bajo criterios morales y no democráticos, nos han traído ya suficientes problemas, como para que los funcionarios públicos, electos a través del voto, sigan empecinados en evocar el nombre de alguna deidad para ganarse la confianza de la población.
Parece una situación normal que en los discursos de toma de posesión los funcionarios de primer nivel, como los presidentes de los tres poderes del Estado, o los alcaldes municipales, siempre hagan referencia a un poder superior para afianzar su imagen pública como personas capaces e «iluminadas» para dirigir por el «buen camino» la administración pública.
Pero a estas alturas, cuando el trillado «Dios bendiga a Guatemala» no ha demostrado ser nada más que un discurso retórico, que en ciertos grupos justificó una política represiva que incluye la utilización del monopolio de la fuerza del Estado para realizar ejecuciones extrajudiciales, se debería reflexionar acerca de la utilización de este discurso tradicional y su impacto sobre el rumbo que toma nuestra sociedad.
Pese al evidente avance que ha tenido el ejercicio de la política en las últimas décadas, las ideas religiosas fundamentalistas y tradicionales insisten en hacernos creer aquello que las autoridades deben ser respetadas, porque han sido colocadas por Dios y, por lo tanto, se les debe obediencia y son libres de cualquier tipo de crítica y cuestionamiento.
Tan normal se ve el apego de los funcionarios públicos con el credo religioso que hasta fondos públicos parecen ser utilizados en la difusión de mensajes dirigidos exclusivamente a la población creyente. Un ejemplo de ello son las vallas que la municipalidad de Villa Nueva, dirigida por Salvador Gándara, ha colocado en los límites de este municipio, en donde se nos recuerda que Jehová tiene el poder de dar paz y seguridad a quien se lo merece.
Con estos mensajes, los funcionarios se abrogan el derecho de nombrarse representantes de un supuesto poder superior e invencible que les acompaña y que les permite hacer frente a los principales problemas que afectan a la sociedad. Pero cuando es evidente que los problemas no cambian, sobre todo cuando la administración pública está encaminada a no resolver las principales necesidades de la mayoría de la población, quedan absueltos de cualquier culpa, «porque todo sucede por algo» o «porque Dios quiere».
No se trata simplemente de una valla colocada en la orilla de una de las carreteras de nuestro país ni de un espacio mínimo en el largo discurso de los funcionarios públicos. La insistente referencia a la moral religiosa se traduce en la implementación de políticas que se alejan de lo público, para responder a la moral cristiana que, con claras excepciones, está en contra de la construcción de nuevas relaciones sociales en donde no exista un poder opresor.
Son las ideas religiosas las que han frenado, por ejemplo, el reconocimiento de las mujeres como seres humanos con el mismo valor y oportunidades de las que gozan los hombres, la educación sexual a niños, niñas, adolescentes y jóvenes, el acceso universal y equitativo a los servicios de planificación familiar, el reconocimiento del cuerpo como una oportunidad de disfrute de nuestra sexualidad, el establecimiento de nuevas figuras legales para la unión entre personas del mismo sexo y la legítima aspiración de concretar, en general una sociedad más justa y equitativa, porque somos producto de una serie de causas económicas, políticas y culturales, y no el resultado de «nuestros pecados» o de los designios de Dios.