Y dale con el tema del cambio climático


 Sí­; ya lo sé. No sólo son pocos mis lectores sino que, además, dentro de esta minorí­a son menos aún los que se interesan de cualquier aspecto que se refiera a las graves consecuencias del calentamiento global, porque les parece que no es asunto de los guatemaltecos y ni de las presentes generaciones, de manera que les es indiferente que las temperaturas climáticas se hayan elevado, a no ser de que se quejen «Â¡Cómo hay de calor! ¿verdad, vos? ¡Ya no se aguanta!».

Eduardo Villatoro
eduardo@villatoro.com

Un amigo me aconsejó que ya no deberí­a abordar en mi columna todo lo relacionado con este tema «Si querés que lean tus artí­culos -subrayó- deberí­as echarle penca a los corruptos», e, incluso me sugirió que mejor me dedicara a  criticar constantemente al Gobierno, mejor si al presidente Colom y a doña Sandra su esposa, y a los mediáticamente vapuleados diputados al Congreso, entre otras personas.

 «Estás arando en el mar», me dijo otro cuate que se la lleva de profundo pensador, argumentado que «A los guatemaltecos les es inverosí­mil (sic) que las aguas oceánicas suban de nivel o que se derrita el hielo polar». Casi estaban por convencerme, sobre todo cuando algunos integrantes de mi propia familia ni se han dado por enterados de mis afanes por contribuir a crear conciencia entre mis lectores de ahorrar energí­a, economizar el uso de agua potable, mantener limpio el ambiente donde nos encontremos.

 

Fí­jense ustedes, perseverante lector y apacible lectora que han tenido la paciencia de leer hasta esta lí­nea, que uno de mis hijos -que desde hace años vive en su propio hogar- cuando en horas de la noche llega a la casa en la que moramos los sobrevivientes de mi numerosa familia -porque cinco de mis seis hijos se independizaron-, tan pronto como ingresa al portón principal enciende las bombillas; luego, pasa por la sala y prende las lámparas; atraviesa el comedor y ¡dicho y hecho! enciende los focos, y así­, hasta llegar a mi estudio, sin tomarse la molestia de apagar las luces.

Le he advertido que no se trata de que yo sea tacaño en lo que respecta a pagar las tarifas de la benemérita Empresa Eléctrica, sino de ahorrar energí­a para que, de esa forma, contribuyamos a evitar que siga en ascenso el calentamiento global. Pero su esposa me cuenta que lo mismo sucede en la casa de ambos, mientras que ella ya tomó conciencia de la crisis, de tal suerte que cierta tarde, cuando la vi caminar de prisa hacia la cocina, le pregunté qué habí­a sucedido, y mi nuera me contó que la señorita cocinera, mientras secaba los trastos, habí­a dejado abierto uno de los grifos del lavadero. La esposa de mi hijo le reclamó: ¡¿No se da cuenta de que si usted y otras personas siguen derramando agua, mis hijos, cuando sean grandes, no tendrán agua ni para bañarse?!

  Me sentí­ muy satisfecho por la actitud de mi nuera, pero poco me tardó el gusto porque me percaté que no todos los que defienden los recursos naturales son congruentes con  las tesis que pregonan. Es que salí­ a la puerta de la casa y  observé cómo un vecino de la colonia, que es reputado ambientalista y que ha sido premiado por su trabajo en este campo, estaba lavando su automóvil con manguera. El chorro de agua salí­a generoso, se estancaba en pequeñas pozas y se derrochaba sobre el agrietado pavimento de la calle, en tanto el ecologista le pasaba un trapo a su carro, displicentemente…

 

(El ambientalista Romualdo Tishudo parafrasea parte de un conocido cuento de Perrault retomado por los hermanos Grimm: -¡Hola Caperucita verde! -¡Hola Lobo daltónico!)Â