Y aún así­ nacen, crecen, se reproducen y mueren


Si la Convención sobre los Derechos del Niño fuera una persona, hace dos años habrí­a llegado a la mayorí­a de edad en un paí­s en donde, pese a la ratificación de esta Convención y la existencia de leyes importantes, quizá hasta de avanzada como la Ley de Protección Integral de la Niñez y la Adolescencia o la Ley de Adopciones, mueren diariamente a causa de la violencia de dos a tres menores de edad; en donde más de 20 mil niñas y adolescentes de 10 a 19 años se embarazan; en donde cientos de niños y niñas viven padeciendo desnutrición crónica y otros tantos mueren.

Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@yahoo.es

Impactante o de pronto no tanto, nos hemos acostumbrado a todo esto, y hablar de violencia: baleados, degollados, recién nacidos alcanzados por balas perdidas, niñas abusadas sexualmente, explotadas en lupanares, niños y niñas pidiendo limosna en las calles, inhalando pegamento, niños con el cuerpo deformado por las largas jornadas laborales bajo el sol trabajando inclinados, niños mutilados al manipular pólvora, infantes sin nombre, sin escuelas, sin comida, sin atención médica, ciudadanos de un paí­s amnésico, ignorante, habitantes de un paí­s fallido.

Si la Convención de los Derechos del Niño fuera una persona nacida en Guatemala, serí­a el vivo ejemplo del subdesarrollo y el abandono por parte del Estado, ilustrarí­a muy bien esas diferencias entre paí­ses pobres e ingobernados y paí­ses sólidos  y desarrollados.

Sí­, si esta Convención fuera una persona vivirí­a en un lugar en donde su voz fue inexistente durante muchos años, y quizá aún lo sea, en un paí­s en donde la polí­tica y sus protagonistas sólo aparecen cada cuatro años, en un paí­s en donde el miedo ya no se percibe porque se ha incorporado a su imaginario.

Si la Convención sobre los Derechos del Niño fuera una persona, sabrí­a ahora ya en la edad adulta lo que es la demagogia, la habrí­a vivido en carne propia, entenderí­a perfectamente el significado de exclusión y desesperanza.

Letras duras, realidades terribles, 20 años de mí­nimos avances y enormes desafí­os que no pasan de un discurso partidario, de un beso de Judas  y juguetes baratos en época navideña.