Pase lo que pase, es imposible que la mayoría de connacionales se prive de acudir a playas, balnearios y sitios de naturaleza exuberante en los días de Semana Santa. Esta actitud no tiene otro calificativo, constituye sin exageración al respecto, ni cosa parecida el éxodo anual.
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Verdaderas multitudes llenan cuanto encuentran a mano, con euforia total, por consiguiente ni un solo palmo queda libre al final. Razón de peso para convertirse en algo incómodo, inseguro y riesgoso. Pero en ese marco limitante las personas distan bastante de sentirse desmotivadas.
La particularidad invariable que exhiben los vacacionistas, así llamados mediante la lluvia publicitaria que hace su apología a través de los medios demuestra rostros placenteros. Una vez más se puede corroborar que la condición del ser humano recibe influjos poderosos y fáciles de adaptación.
El éxodo anual en parte acoge con su capacidad instalada y gracias a la oferta variada para distintos niveles económicos, a ciertos contingentes, excepto la mayoría dispuesta al dicho: «Que una noche donde quiere se pasa». Además ese período de tiempo mencionado beneficia al comercio en general.
Todo indica que el tradicional éxodo anual es ocasión propicia para generar el elemental principio de la oferta y la demanda en diferentes lugares. Somos cambiantes en tal sentido, por una parte nos agobia la carestía, inflación, y crisis monetaria, pero por la otra hay derroche a ojos vista.
Nadie ignora de oídas y sabidas, inclusive por amargas experiencias que en suma los hechos negativos exhiben el rostro trágico de múltiples accidentes viales. Sin descartar la constante de ahogados, muertos y heridos cuando se ponen al rojo vivo la incomprensión y violencia por igual.
¿Acaso sea debido al factor suerte? Lo cierto es que muchas personas se quedan en casa cuidando sus haberes; algunos más en número considerable con devoción admiran o participan en los cortejos procesionales y alfombras artísticas. Tampoco es religiosos versus paseantes. Impera la prudencia sencillamente.