Vuela bajo


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“Dios espera que el hombre vuelva a ser un niño para recibirlo en su seno”. Facundo Cabral comenzó a hablar a los 6 años. No hablaba porque no querí­a. Lo primero que dijo fue Sara, el nombre de su madre. A los 9 años andaba por la extensa y vací­a Argentina buscando algo indescriptible, algo que mi papá enunciaba en términos más o menos precisos: nadie me ha dicho nunca que necesitaba buscar algo. Facundo Cabral vivió más que mi papá. Suelo no perdonar eso en nadie, siendo más viejo y condenado cien veces, según sus historias, a enfermedades mortales, sobrevivió a mi padre que amaneció muerto vestido con camisetas y pantalones de vestir, no porque esperara su muerte, sino porque no podí­a confiar en el invierno, tampoco en algunas de sus muchas cuentas.

POR MARCELO AHUMADA*

“Facundo Cabral murió”, me dijo mi mamá del otro lado del teléfono, del mismo modo que nunca me dijo que mi papá habí­a muerto. Porque estaba semitirada en una mesa donde viví­a mi padre entre  artí­culos invendibles que ofrecí­a con terquedad, rodeada de mujeres que lloraban del llanto de mi madre, lejos de mi papá, más allá en su cama, relleno de esa ropa intensa que tuve que abrir con tijeras y cuchillos para vestirlo digno.
 
El cassette de Facundo Cabral estaba todo el dí­a en cualquier de las tantas camionetas que mi papá tení­a. Eso y el guardabarros de hierro reforzado que parecí­a un enorme cuerno negro y redoblado que acentuaba la fiereza de la velocidad extrema con que nos llevaba o traí­a, sin importar si estuviéramos apurados. ¿A dónde iba mi papá? Mi mamá me dijo que Facundo Cabral habí­a muerto, no como si fuera la segunda vez, sino la primera, en que mi padre dejaba de existir.
 
Facundo comí­a los lunes porque con su madre limpiaban un almacén y por eso era un dí­a de fiesta;  cuando le dijeron que habí­a un presidente que daba trabajo a los pobres se fue a esperar a Perón y Eva en el descapotable, donde le pidió a la casi transparente Eva trabajo. Y recibió, dice, su primera clase de ética: “por fin alguien pedí­a trabajo y no limosnas”.  Y así­ fue como empezó a hablar y luego a leer.

Ese cassette que todos querí­amos destruir ocupaba ciega y contundentemente  el espacio vací­o que nuestros cuerpos iban desalojando a medida que mi papa nos fue echando de la camioneta y de su vida, porque al mismo tiempo, mi papá, a quien nadie le dijo que debí­a buscar algo, abrió diez mil surcos para descubrir de qué se trataba su viejo frí­o, su enloquecedor hambre, su antigua y feroz soledad, como el cartón de pájaros en aquella jaula de la abuela que nos inventó, de la madre que le pagaba mensualmente, nuestra nona, para que fuera su madre y nuestra abuela, y nunca nos pareciera que lo tiraron a la calle. Que era, también,  el lugar donde lo trajo y lo tiró el Señor, su Dios, en su gran casa de piedra.
 
Y mi mamá, que no pude ser mi madre, ni su madre, junto a mi nona paga,  preguntaban millones de veces sobre mi papá perdido en la enorme multiplicidad de su riqueza y destrucción, de la no querí­a ni podí­a salir, no podí­a dejar de pensar que vivir no es estar en ningún lado y entonces no hay camino, tampoco meta, pero sobre todo somos todo lo que vivimos, que no es lo mismo que seamos todo lo que tenemos. Y yo, que sí­ hablaba, y era el primer conspirador contra Facundo Cabral, le pedí­ que se fuera de la casa y nos dejara vivir, porque era nuestra casa que era manera de decirle que también era nuestro destino, y que a diferencia de lo que él y Facundo Cabral sostení­an, nosotros sí­ éramos las húmedas paredes de nuestro imperio materno. Eso fue lo que le dije en la larga y pormenorizada denuncia ante la policí­a sobre mi padre, el astronauta.
 
 
Y fue nuestro legado, porque si volar bajo es necesario para encontrar la verdad, y la verdad nos hará libre, la verdad que no está hecha para mí­ ni para nosotros, me hace creer en las historias, en la mujer que me buscó toda la mañana de hoy, de este frí­o imponderable, para decirme que en el 75’, dos policí­as se presentaron en su casa en medio de la noche para pedirle permiso para enterrar un tiburón muerto en su yermo y extenso campo, a cambio le darí­an una caja de artí­culos comestibles por mes. Pero jamás aparecieron. Vení­a a pedirme, a mí­, que trabajo en una oficina menor, las cajas de comida que le debí­an. Le pregunté si conocí­a el mar, si alguna vez habí­a visto un tiburón y me dijo que una noche el tiburón le contó de la cantidad de agua que habí­a en el mundo que no llegaba a su casa, y que una noche el tiburón la animó a buscarme.
 
Nunca más escuché a Facundo Cabral. Tampoco a mi padre. En cambio, dejó miles de anotaciones en servilletas de bares sobre lo que debí­amos hacer. Y una en el bolsillo del pantalón, del pantalón que vestí­a en la cama donde lo encontramos, era un niño con un globo, un  dibujo con lapicera, de un niño que flotaba con el globo azul, debajo decí­a: vuela bajo porque abajo está la verdad.

* Nació en Catamarca, Argentina, año 1971. Bibliotecario y guí­a. Ha sido premiado  el Premio Federal 2003 Poesí­a/ Premio Federal 2004 Cuentos; Selección de la Antologí­a de Poetas Jóvenes del NOA del Fondo Nacional de las Artes; Premio Bicentenario Ensayo 2008.