Voto en blanco


José Saramago*

Mal tiempo para votar, se quejó el presidente de la mesa electoral número catorce después de cerrar con violencia el paraguas empapado y quitarse la gabardina que de poco le habí­a servido durante el apresurado trote de cuarenta metros que separaban el lugar en que aparcó el coche de la puerta por donde, con el corazón saliéndosele por la boca, acababa de entrar. Lloviendo de esta manera será una auténtica proeza si llegamos todos, dijo el presidente mientras pasaban a la sala en la que se realizarí­a la votación.Hubiera sido preferible retrasar las elecciones, dijo el delegado del partido del medio, PDM, desde ayer llueve sin parar, hay derrumbes e inundaciones por todas partes, la abstención, esta vez, se va a disparar. El delegado del partido de la derecha, PDD, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero consideró que su contribución al diálogo deberí­a revestir la forma de un comentario prudente (…) Dicho esto, uno y otro, el delegado del PDM y el delegado del PDD, se volvieron, con aire mitad escéptico,


mitad irónico, hacia el delegado del partido de la izquierda, PDI, curiosos por saber qué tipo de opinión serí­a capaz de producir.

(…)

Habla el presidente de la mesa electoral número 14, estoy muy preocupado, algo francamente extraño está sucediendo aquí­, hasta este momento no ha aparecido ni un solo elector a votar, hace ya más de una hora que hemos abierto, y ni un alma, sí­ señor, claro, al temporal no hay medio de pararlo, lluvia, viento, inundaciones, sí­ señor, seguiremos pacientes y a pie firme, claro, para eso hemos venido, no necesita decí­rmelo. (…) Qué le han respondido del ministerio, preguntó el representante del PDM, No saben qué pensar, es natural que el mal tiempo esté reteniendo a mucha gente en sus casas, pero que en toda la ciudad suceda prácticamente lo mismo que aquí­, para eso no encuentran explicación.

(…)

Casi una hora después entró el primer elector. Contra la expectativa general y para desaliento del vocal de la puerta, era un desconocido. Dejó el paraguas escurriendo en la entrada de la sala y, cubierto por una capa de plástico lustrosa por el agua, calzando botas de goma, avanzó hacia la mesa. (…) El segundo elector tardó diez minutos en aparecer, pero, a partir de él, si bien con cuentagotas, sin entusiasmo, como hojas otoñales desprendiéndose lentamente de las ramas, las papeletas fueron cayendo en la urna. Cuánta razón tení­a yo, observó el delegado del PDM, la abstención será terrible, masiva, nadie conseguirá entenderse después de esto, la única solución será repetir las elecciones.

(…)

Habí­a dejado de llover, pero nada hací­a prever que las cí­vicas esperanzas del presidente llegaran a ser satisfactoriamente coronadas por el contenido de una urna en la que los votos, hasta ahora, apenas llegaban para alfombrar el fondo. Todos los presentes pensaban lo mismo, las elecciones eran ya un tremendo fracaso polí­tico.

(…)

Felizmente, la ya otras veces invocada necesidad de equilibrio que ha sostenido el universo en sus carriles y a los planetas en sus trayectorias, determina que siempre que se quite algo de un lado se ponga en el otro algo que más o menos le corresponda, a poder ser de la misma calidad y en la misma proporción, a fin de que no se acumulen las quejas por diferencias de tratamiento. De otro modo no se comprenderí­a por qué motivo, a las cuatro de la tarde, precisamente a una hora que no es ni mucho ni poco, que no es carne ni pescado, los electores que hasta entonces se habí­an quedado en la tranquilidad de sus hogares, ignorando ostensiblemente la obligación electoral, comenzaron a salir a la calle, la mayorí­a por sus propios medios, otros con la ayuda benemérita de bomberos y de voluntarios ya que los lugares donde viví­an aún se encontraban inundados e intransitables, y todos, todos, los sanos y los enfermos, aquellos por su pie, éstos en sillas de ruedas, en camillas, en ambulancias, confluí­an hacia sus respectivos colegios electorales como rí­os que no conocen otro camino que no sea el del mar.

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Como los demás presidentes de mesa de la ciudad, este de la asamblea electoral número 14 tení­a clara conciencia de que estaba viviendo un momento histórico único. Cuando ya iba la noche muy avanzada, después de que el ministerio del interior hubiera prorrogado dos horas el término de la votación, periodo al que fue necesario añadirle media hora más para que los electores que se apiñaban dentro del edificio pudiesen ejercer su derecho de voto, cuando por fin los miembros de la mesa y los interventores de los partidos, extenuados y hambrientos, se encontraron delante de la montaña de papeletas que habí­an sido extraí­das de las dos urnas, la segunda requerida de urgencia al ministerio, la grandiosidad de la tarea que tení­an por delante los hizo estremecerse de una emoción que no dudaremos en llamar épica, o heroica, como si los manes de la patria, redivivos, se hubiesen mágicamente materializado en aquellos papeles.

(…)

Pasaba de la medianoche cuando el escrutinio terminó. Los votos válidos no llegaban al veinticinco por ciento, distribuidos entre el partido de la derecha, trece por ciento, partido del medio, nueve por ciento, y partido de la izquierda, dos y medio por ciento. Poquí­simos los votos nulos, poquí­simas las abstenciones. Todos los otros, más del setenta por ciento de la totalidad, estaban en blanco.

* Extraí­do de la novela de este autor portugués Ensayo sobre la lucidez, en donde parodia unas elecciones cuyos resultados hegemónicos fueron los votos en blanco.