Volcanes: entre el mito y la realidad


El pintor Caspar David Friedrich plasmó en el cielo de su cuadro

Pocas veces tenemos la suerte de que la naturaleza tan sólo advierte. Porque hay que reconocer que cuando este planeta se cabrea, lanza golpes tan fuertes, «Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… Yo no sé», dirí­a César Vallejo.


El Cotopaxi (1862), obra de arte realizada por Frederic Edwin Church, óleo sobre lienzo. Este artista fue alumno de Thomas Cole perteneció a la Escuela Del Rí­o De Hudson y en sus obras podemos apreciar la perfección, la pureza y lo infinito de la naturaleza en todo su esplendor.Volcán Paricutí­n, uno de los más jóvenes del mundo, del cual se tuvo testimonio de su nacimiento.

Por ejemplo, los terremotos, fenómeno del cual no importa el desarrollo tecnológico del paí­s, igual te va a provocar dolor al ver caer altí­simos edificios, que intentaron emular a la torre de Babel, o bien, hace que la tierra te trague, como miles de veces le hemos pedido a este mundo, pero sin hablar en serio.

Pocas veces, decí­a, tenemos la suerte de ver un espectáculo tan asombroso de la naturaleza, sin que, en realidad, tengamos que lamentar vidas humanas. Esta semana, el volcán Eyjafjalla, en un remoto paí­s de Islandia, tan desconocido como un paí­s centroafricano -o centroamericano (para los europeos)-, que sólo figura cuando su coloso trunca la movilidad de todo el continente, o, más extensamente, todo el mundo.

Porque, a pesar del Internet y de las cercaní­as comunicativas, este mundo aún no ha aprendido a estarse quieto y a estarse un momento en paz.

Los volcanes son mí­ticos, quizá hasta mágicos. A pesar de que los cientí­ficos se cansan hasta el hartazgo en explicarnos cómo funcionan, estas torres no dejan de asombrarnos; cuerpos con vida, con alma,

Con el tráfico aéreo paralizado en media Europa por el volcán islandés, algunos recuerdan estos dí­as la extraña anotación que Johann Wolfgang von Goethe escribió en su diario, el 28 de junio de 1816: «el primer dí­a bonito». El año siguiente a la batalla de Waterloo pasarí­a a la historia como «el año sin verano» en Europa Central. Un frí­o extremo, una primavera que no llegaba, cosechas arruinadas y gran mortandad de ganado que desembocaron en la gran hambruna de 1817.

Se tardó un siglo en conocer el motivo: la erupción, en abril de 1815, del volcán Tambora de la isla de Sumbawa, en la actual Indonesia. Los 150 kilómetros cúbicos de ceniza que lanzó a la atmósfera aquél volcán fueron la causa de la devastación que asoló la Europa al norte de los Alpes, desde Alsacia hasta el Voralberg austriaco. Sus efectos se sintieron en América del Norte y hasta, dicen, que en la extraña luz del atardecer báltico, una luz suavizada por las cenizas, que el pintor romántico alemán, Caspar David Friedrich capta en su cuadro de 1820, «El Puerto de Greifswald», que todo el mundo conoce en Alemania.

Doscientos años después, la perturbación global del volcán islandés parece anecdótica al lado de aquello, pero tras el enorme salto en conocimiento que separa al Tambora de entonces del Eyjafjalla de hoy, hay un común punto de incertidumbre que marca algo tan básico como el ví­nculo y la sumisión del hombre a la naturaleza, en un mundo frenético en el que 22.000 vuelos en un solo dí­a en el espacio europeo forman parte de la normalidad. ¿A donde conducen todos esos aviones? ¿a donde van esos millones de pasajeros? Si el Goethe de nuestros dí­as escribiera hoy, podrí­a anotar algo igualmente extraño en su diario, «18 de abril, primer dí­a sin lí­neas de queroseno en el cielo».

La erupción islandesa lanza una invitación al sosiego a una manera de funcionar manifiestamente excesiva, una especie de sugerencia telúrica al cambio, una invitación a unos ejercicios espirituales continentales, como ocurrió a menor escala con las nevadas y los apagones del temporal catalán de marzo. Sin embargo, el engranaje lo interpreta exclusivamente en su faceta de incidente técnico, ignorando la sugerencia que el parón parece contener.

VOLCANES Y LITERATURA

La escritora mexicana íngeles Mastretta habla a menudo de volcanes; lo hace, también, en «El cielo de los leones», donde recuerda la convivencia de los dos tiempos, el eterno tiempo geológico y el efí­mero tiempo humano.

Algunos libros donde los volcanes están presentes de un modo u otro, como «Lanzarote» de Michel Houellebecq; entre la trama, Houellebecq incluye las crónicas de un sacerdote isleño que narra una erupción que tuvo lugar en el siglo XVIII. Pero está el «Viaje al centro de la tierra» de Verne, la omnipresencia volcánica de la maravillosa, oní­rica y etí­lica «Bajo el volcán» de Lowry, y unas cuantas novelas, poemas y crónicas nicaragí¼enses, como el «Mombacho» de Gioconda Belli y, claro, el «Castigo divino» de Sergio Ramí­rez.

Momento curioso, el que está provocando la erupción del volcán que está bajo el glaciar Eyjafjalla, momento para analizar qué sucede con la globalización, qué pasa cuando falla el transporte aéreo, hasta qué punto nos hemos vuelto dependientes de la electricidad y la gasolina, hasta dónde llega la insolidaridad, hasta qué punto ya no sabemos valernos por nosotros mismos. En Cataluña ha habido un par de apagones eléctricos prolongados en los últimos años, y ya se ha visto el caos que originan; ¿qué puede suceder si la nube de ceniza dura ocho meses, como ya pasó en el siglo XVIII (o sea, ayer, en tiempo geológico)? Quizás nos daremos cuenta de que hoy, globalizados, somos más inválidos desde el punto de vista humano que entonces.

Quizá, como los escritores románticos, que solí­an compararse con fenómenos de la naturaleza, como las cataratas, sólo para demostrarse a sí­ mismos lo pequeños que somos, y nuestra vulnerabilidad frente a la naturaleza, que, cuando quiere, nos hace permanecer inmóviles en la estación de un aeropuerto.

MITOS Y VOLCANES

Desde el advenimiento de la agricultura y las sociedades sedentarias, los seres humanos siempre han estado alrededor de los volcanes, debido a la tierra fértil para el alquiler que ofrecen. Pronto, a través de la ignorancia de los fenómenos naturales, los volcanes son temidos y divinizados a la vez, considerado como la entrada al reino de los muertos, el mundo terrenal y el inframundo habitado por espí­ritus malignos y son objeto de leyendas y mitos de acuerdo culturas.

En las tribus de Asia, Oceaní­a y las Américas que viven cerca del Anillo de Fuego del Pací­fico, las erupciones volcánicas son consideradas manifestaciones de fuerzas sobrenaturales o divinas. En la mitologí­a maorí­, los volcanes Tongariro y Ruapehu se enamoraron de Taranaki, y una violenta disputa se desató entre los dos.

Entre otros mitos y leyendas, está la de la Torre de los Diablos, que se elaboró para rescatar a siete niñas dentro de un volcán; o bien la historia de la diosa Pelé, que fue expulsada de Tahití­ por su hermana Namakaokahai, encontró refugio en el volcán Kilauea y desde entonces, vierte torrentes de lava de un solo golpe por su ira.

Entre los incas, se cree que los caprichos del volcán Misti merecieron el Dios Sol le tapara su cráter con un tapón de hielo. Entre los nativos americanos en Oregon, el Monte Mazama fue el hogar del dios maligno del fuego, y el Monte Shasta, hogar del dios benigno de la nieve. Un dí­a, estos dos dioses entraron en conflicto y el dios del fuego fue derrotado y decapitado, por lo que se creó la laguna en su cráter en señal de derrota.

Los volcanes fueron hasta el lugar de los sacrificios humanos: niños arrojados al cráter del Bromo en Indonesia, los cristianos sacrificados por el monte Unzen en Japón, ví­rgenes lanzado en el lago de lava de Masaya Nicaragua, los niños arrojados a un lago del cráter a la calma el volcán submarino del lago de Ilopango en El Salvador, etc.

Entre los griegos y los romanos, los volcanes son el hábitat de Vulcano / Hefestos. Las erupciones se explican como una manifestación divina (dioses enojados, agí¼eros, de las fraguas de Vulcano activo / Hefesto, etc.) El cí­clope griego también podrí­a ser una alegorí­a de los volcanes con su cráter de la cumbre, mientras que el nombre de Hércules deriva de la palabra griega Etna, que se utiliza en la terminologí­a de los volcanes.

Entre los mitos griegos sobre los volcanes, el más famoso fue narrado por Platón y hablan de la desaparición de la Atlántida, sumergida por las olas en un terremoto seguido de tsunami. Aunque el filósofo no habla directamente de un volcán, se sabe que este mito tiene su origen en la erupción del volcán Santorini alrededor de 1600 aC., y que destruyó casi por completo la isla y podrí­a haber causado o contribuido a la caí­da de la civilización minoica. Sin embargo, Platón no comentó nada sobre el Santorini, pero por grabados se descubrió en pleno siglo XX que tení­a relación con el mito.

El poeta romano Virgilio, inspirada en los mitos griegos, informó que durante el gigantomaquia, el gigante Encelado, mientras estaba en pleno vuelo, fue enterrado bajo el monte Etna por Atenea, como castigo por su desobediencia a los dioses. El estruendo del volcán Etna; el dolor de Encelado es el que provoca la respiración de fuego y el temblor que produce.

En el cristianismo popular, a pesar de algunos intentos de explicaciones pre-cientí­fico, los volcanes eran considerados a menudo como la obra de Satanás y erupciones como signos de la ira de Dios. Una serie de milagros atribuidos a algunos santos se asocian en la tradición católica a las erupciones: Así­ que en el año 253, en la ciudad de Catania se salvó cuando la lava fluyó desde el Monte Etna, pero se dividió ante la procesión que llevaba las reliquias de Santa ígata. Pero en 1669, la misma procesión con las reliquias no pudo evitar la destrucción de la inmensa mayorí­a de la ciudad.

En 1660, en la erupción del Vesubio llovieron alrededor de los cristales de piroxena negra. La gente los tomó por crucifijos y atribuyó este signo a San Genaro, quien se convirtió en santo patrón y protector de Nápoles. Cada vez que hay temblores o un intento de erupción, marchas procesionales salen en Nápoles para implorar la protección del santo. Además, tres veces al año tiene lugar el fenómeno de la licuefacción de la sangre de San Genaro, quien según la tradición, si se produce, protege la ciudad de una erupción del Vesubio.

Incluso en la actualidad religiosa procesiones están asociadas a los volcanes y su actividad. En cada erupción del Vesubio, procesiones católicas rezan a San Genaro; residentes de Hawai aún veneran a Pelé y el Monte Fuji es la montaña sagrada del sintoí­smo, así­ como para los hindúes Bromo en Indonesia.