Los hombres y mujeres no podemos vivir solos. No se trata solamente de una imposibilidad física sino de una imposibilidad moral. La idea de que una persona jamás llega a realizarse si no es en compañía de «los otros» proviene de los escritos más antiguos de los griegos.
Para ellos, la misma condición de humanidad estaba ligada a la «polis» que se materializaba en la ciudad-estado y que era el espacio público. De ahí se deriva la palabra, hoy tan injustamente vilipendiada, de política. Hay, por tanto, un sentido alto y noble de lo que es la política.
Porque no se necesitan de muchas luces para advertir que Aristóteles tenía toda la razón de su parte cuando decía que «Vivir es Convivir», expresión que ha sido adoptada por nuestra Asociación (OCG) como lema, puesto que para experimentar la vida tenemos que vivir con otros, es decir: convivir.
Si los griegos nos dieron las primeras nociones del valor ético de la convivencia, fue la civilización occidental la que gradualmente construyó el concepto de ciudadanía como una calidad de convivencia que implica el ejercicio de derechos y deberes. Para el pensamiento occidental influido por los valores judeo-cristianos hay derechos y deberes ciudadanos para todos. Es una de las implicaciones prácticas de que fuimos creados por un Ser Superior diferente a nosotros mismos que nos otorgó una condición compartida. Ninguna otra cultura o civilización, aparte de la occidental, jamás llegó a construir la democracia política como hoy la conocemos.
El reconocimiento y la garantía de esos derechos se centran en el Estado y en el gobierno que es su expresión visible. En el mismo nivel, los deberes se internalizan en la conciencia moral de los ciudadanos. Su conocimiento se inicia en el seno familiar, continúa en las aulas escolares y se hacen plenos como ciudadanos adultos que participan de la vida social, económica y política. Pero, hay que subrayar, que la práctica de esos deberes también debe ser exigible por parte de la autoridad.
Algunos de esos deberes son parte de la buena educación como ceder el paso a otras personas o saludar cortésmente. Pero hay otros que son exigibles, como hemos dicho, porque afectan la seguridad o el bienestar de otras personas como es el caso de respetar la vía pública o pagar los impuestos.
Sin embargo, dentro de esa gama de derechos y deberes, es el asocianismo entendido como parte de la educación social, la clave de todas las libertades y la mejora de la convivencia. La ciudadanía democrática se alcanza cuando los hombres se asocian en legítima defensa de sus intereses. Y la defensa de esos intereses no se hace solamente frente a la autoridad dictatorial e injusta sino también frente al resto de una sociedad pasiva e indolente al atropello de la libertad y la dignidad de las personas. La resistencia de la ciudadanía no es solamente a los excesos de los gobiernos sino también a los males endémicos y estructurales del sistema o como se dice al «establishment».
El derecho de asociación es básico y fundamental de cualquier democracia. Alcanza el derecho de los partidos políticos a competir legítimamente por el ejercicio del poder pero también a las asociaciones vecinales, sindicales, deportivas y también religiosas para que promuevan y difundan sus ideas y sus intereses en el contexto de una sociedad regida por reglas. No es por casualidad que los gobiernos dictatoriales limiten el asocianismo ni que las grandes conquistas sociales se hayan forjado en el seno de esas asociaciones, no necesariamente en forma de partidos políticos.
El asocianismo es, por tanto, la pieza clave en la construcción de la ciudadanía. De su fomento y promoción depende el tipo de gobierno y sociedad que disfrutemos o suframos. Continuará.