Cuando leo en los diarios impresos, especialmente en La Hora, declaraciones de altos y medianos funcionarios acerca del combate a la corrupción y de las decisiones que han adoptado para disminuir o erradicar esa nociva práctica en la administración pública, no sé si sonreírme o mandar al carajo mi cómoda tranquilidad para lanzar expresiones groseras en torno a este asunto y sus protagonistas mediáticos, porque me imagino que ellos se regocijarán ante la ignorancia o indiferencia de los guatemaltecos medianamente comprometidos con la decencia, integridad y moralidad, heredada de sus progenitores o adquirida voluntariamente.
Hace alrededor de dos semanas el presidente Pérez Molina expresó una aseveración que también me dejó perplejo, al sentenciar que la corrupción está tan escondida que es difícil descubrirla. Anteriormente, empero, fue la espolvoreada vicepresidenta Baldetti quien dijo con aplomo que ese fenómeno que no llega a estremecer a todos los guatemaltecos, pero que llega a salpicar a la mayoría, aunque sea en su aspecto pasivo, es un monstruo de mil cabezas.
No es ganas de estar criticando ni menos causarle disgustos hepáticos al ciudadano Presidente, pero tengo mis reservas en cuanto a que los hechos corruptos se encuentran tan ocultos que sería sumamente difícil descubrir sus andanzas o escondrijos, con tan solo echarle una ojeada a los diarios impresos para poder olfatear, dicho sea con todo respeto y figurativamente, los sitios en los que se ubican madrigueras o nidos de malandrines al servicio del Estado.
Uno de ellos ni siquiera requiere de una exhaustiva investigación, puesto que se trata del Sistema Penitenciario (SP, siglas que no suponen una expresión insolente y peyorativa del caló guatemalteco; que conste) donde frecuentemente se realizan requisas y los sagaces fiscales, investigadores policiales y propios agentes carcelarios logran dar con el paradero de teléfonos celulares, sustancias de consumo prohibido, armas blancas o de fuego, listado de personas extorsionadas o a punto de serlo y otros objetos que legalmente no deben estar al alcance de personas que están privadas de libertad, para decirlo con alguna dosis de elegancia propia de analistas penales, y que tienen alguna semejanza con virus, bacterias u otros bacilos que pareciera que surgen espontáneamente o por contagio, causando enfermedades gripales, porque tan pronto han transcurrido dos o tres meses después de la revisión en un presidio, al repetirse la acostumbrada inspección de nuevo aparecen piezas, materias o herramientas de uso indebido.
El lunes anterior, La Hora publicó un amplio y detallado reportaje en torno al ingreso de teléfonos móviles en las cárceles, ocasión que aprovechó la habilidosa reportera Mariela Castañón para entrevistar al director del SP, el experto en esos menesteres don Edgar Camargo, para plantearle preguntas al respecto y asuntos conexos. El simpático y no menos astuto director del SP, cuando la periodista abordó lo referente a que algunos funcionarios de presidios podrían estar involucrados en hechos ilícitos, el festivo personaje replicó: “Yo la insto a usted, si tiene una denuncia en específico nos la haga saber, para hacer la investigación”. Graciosa y original la respuesta. ¿No le parece?
(Romualdo Tishudo, empleado del SP, exclama “¡Tengo tres deseos, pero sólo el último se me ha cumplido: comer sin engordar, amar sin sufrir y ganar dinero sin trabajar!”).