Virgen de pueblo


Justo cuando el Sol me daba la espalda una vez más, vi a Raúl, manguera en mano, pararse sobre la banqueta, el agua irrumpí­a con fuerza el empedrado y yo pensaba en hacer bish. Sus tí­as se agruparon en el balcón aún con migas de champurrada en los bigotes y Roberto, Robertito, sacó un par de costales a la puerta, repletos de aserrí­n aún no teñido.

Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@yahoo.es

El olor a corozo era espantoso, tení­a dí­as de tener enrojecido el cuerpo gracias a esa ornamental pacaya gigante, así­ que decidí­ dejar de mirar tras la cortina el ritual de Raúl y Roberto, regando, cuadrando las manos y rascándose la cabeza, como cada año, siempre lo mismo.

 

Luego de untarme el cuerpo con Caladryl y de tomarme un poco de rosa de jamaica que sobró del almuerzo, me perdí­ en Velo de Novia en el canal de Telenovelas, viendo al guapo ciclista alborotando a todas, con esas licras pegadas, pedaleando, sudoroso…

 

El sueño me succionó y las imágenes del hombre en bicicleta, musculoso, febril, empezaron a confundirse con recuerdos aún en blanco y negro de Raúl con casco de cucurucho y un turno pegado al pecho, ese pecho que imaginé de almohadón en algún pasaje de mi existencia…

 

El aserrí­n caí­a como gotas de sangre del pedal de la bicicleta, y el atleta de licras azules y playera roja, con rostro a un solo tono de Raúl, iba perdiendo el grosor de sus tobillos, de sus camotes, de sus glúteos, cada pedalazo era como un suspiro de vida perdido y un chorrito de aserrí­n delirante que lo sorbí­a.

 

Mis ojos miraban perplejos esta acción, diluida un poco por el incienso incesante acompañado de tamborazos y rezos, Raúl se perdí­a, se acababa en la peregrinación de San Francisco hacia al parque, rodeado de penitentes, cucuruchos sombrí­os de rostros incandescentes que rumoraban y sonreí­an.

 

Yo le seguí­a abatida sobre una mesa de 3 x 8, tapizada de arroz y jacarandas marchitas, mi vestido blanco ondeaba con el viento un tul rasgado, transparente y sucio.

 

Raúl se desinflaba. Su rostro envejecí­a y sus tí­as en el balcón cuchicheaban, mientras la miel de los jocotes se escurrí­a entre las comisuras de sus labios casi yertos como ellas, enflaquecidas, oscuras, luctuosas.

 

El Ave Marí­a sonaba a lo lejos, y mi vestido blanco empezaba a estamparse de palomillas con centros calávericos, delirantes, llorosos. Yo lloraba…. como la Magdalena, como ese dí­a, como en cada sueño.

 

Los rastros de Raúl marcaban el camino y dibujaban la alfombra que precedí­a mi paso, un rostro aparecí­a plasmado en aserrí­n, el mismo que el perdí­a a cada pedalazo, era el de Roberto, de Robertito, sonriente, triunfador, fatuo….

 

Las campanas retumbaban a lo lejos, la pantalla de la televisión anunciaba una blusa, faja, calzón reductor.

 

Tras la cortina, en la oscuridad de la noche, miraba a escondidas a Raúl esparciendo el aserrí­n sobre un trozo de cartulina sobre el empedrado. Roberto, Robertito, lo observaba, le sonreí­a, triunfador, vanidoso, enamorado.