Vigilan sin nerviosismo



Los peshmergas kurdos de Irak, que durante años plantaron cara al ejército de Sadam Hussein, son los guardianes de la frontera con Turquí­a, donde a pesar de la tensión, por el momento impera la rutina.

Los peshmergas controlan su región desde 1991, y afirman que no están dispuestos a perder su autonomí­a, duramente ganada.

Por el momento, su única actividad es controlar un puente que sirve de enlace entre el sur de Turquí­a y el norte de Irak. Cada dí­a lo cruzan centenares de vehí­culos.

«A pesar de los últimos acontecimientos, la frontera está abierta 24 horas al dí­a», explica a un oficial de los kurdos iraquí­es, rodeado de un escuadrón de sus hombres con ropa de camuflaje, boina roja, kalashnikov en bandolera y pistola al cinto.

En el tejado de su cuartel, que marca la entrada a Kurdistán, flota la bandera regional, roja blanca y verde, estampada con un gran sol amarillo en el centro.

«Bienvenidos al Kurdistán de Irak» señala una pancarta. Al otro lado del puente, de donde podrí­a venir el peligro, ondea una enorme bandera turca roja, con la media luna.

Los combatientes kurdos adquirieron su reputación de temibles guerreros al luchar contra los británicos, el gobierno de Bagdad y los clanes y partidos rivales. Luego tuvieron que transformarse en auxiliares militares del poder regional, que nació, con el apoyo de Estados Unidos, tras la guerra del Golfo de 1991.

Actualmente forman un verdadero ejército de unos 100.000 hombres, equipados con vehí­culos blindados. Su gobierno regional asegura estar dispuesto a movilizarlos en caso de incursión turca contra las bases de un grupo rebelde, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), instaladas en las escarpadas montañas de la zona.

Por el momento no hay movilización, así­ que se limitan a escrutar atentamente el ir y venir de centenares de camiones, en su mayorí­a enormes camiones cisterna, que forman un ballet incesante entre Turquí­a y la ciudad cercana de Zakho, la primera localidad kurda.

«Todo está tranquilo por aquí­. El comercio debe continuar a pesar de todo», explica con una sonrisa un vendedor de frutas y legumbres, instalado cerca del puesto fronterizo, a un lado de la polvorienta carretera.

Taxis amarillos matriculados en Turquí­a esperan a los eventuales pasajeros que quieran franquear la frontera.

Por precaución, los peshmergas ya han instalado controles en la carretera e inspeccionan coches y camiones. En la carretera que lleva a Erbil, la capital regional, ya han empezado a movilizarse convoys de esas fuerzas completamente autónomas del poder central iraquí­, rumbo a las zonas más aisladas de la región.

La presencia más inquietante es la de una base militar turca en el sector de Bamarni, a buena distancia de Ibrahim Jalil. En su interior acampan varios centenares de soldados desde hace 10 años, como parte de un acuerdo con Masud Barzani, por entonces jefe del Partido Democrático del Kurdistán, que luego se convirtió en presidente de la región autónoma del Kurdistán de Irak.

«Tienen que irse», opina Nejian, un joven de la aldea. «Tenemos miedo, porque si pasa algo, vamos a estar en el centro de los problemas».

Uno de sus amigos, Fami, añade que la artillerí­a turca bombardea cada noche las pequeñas aldeas kurdas en la montaña.

«Los campesinos tendrán que abandonar sus tierras y sus casas si esto continúa», advirtió un anciano, veterano del éxodo que ha marcado la vida de los kurdos durante décadas.