El viento de noviembre deambula gemebundo durante la mañana cuando la luz se asoma y el rocío brilla, o durante la tarde cuando el crepúsculo se aproxima y los celajes asombran, o durante la noche, cuando la sombra abunda y el perro ladra. Y pasea entre bosques y barrancos, montes y montañas, colinas y valles. Y despoja de fragancias a los jardines. Y rapta pétalos de rosas, o arrastra ligeras briznas herbáceas, o agita las purpúreas o amarillas hojas de las pascuas. Y provoca el temblor de follajes y abrojos, o de pajonales y rastrojos.
El viento de noviembre provoca repentinos y efímeros remolinos de tierra en algún viejo camino, transitado por el humano que guía a la bestia agobiada, o que arrastra la añeja carreta, o que lanza la piedra que calla al ave que trina. El viento de noviembre se filtra en el techo palmáceo de algún rancho y disipa el humo que brota bajo el comal, y acaricia el pelambre de la oveja que pasta, mientras un campesino madura una pena, o una campana distante repica en la hora del ángelus, o una mano de niña toca el agua serena de un manantial. El viento de noviembre causa el ondear del largo cabello de una mujer que pasa por el puente que se tiende sobre el río, o enfría las mejillas de un joven que camina como si vagase, o entristece como si añorase. O durante el ocaso consuela al ruinoso muelle de un lago, o acompaña al anciano solitario que, desde la playa y entre la bruma, intenta atisbar el horizonte marino, como si esperase una barca que nunca ha de llegar. El viento de noviembre vierte, sobre el paisaje, pensamientos y sentimientos que se transforman en matices del paisaje mismo, y le confieren irrepetible individualidad. Y aunque uno ya no vuelva a contemplar aquel mismo paisaje, el viento de noviembre lo resucita, y resucita también aquellos mismos pensamientos y sentimientos, y deja en la memoria una rara unidad de naturaleza y alma. El viento de noviembre se reparte presuroso entre las calles de alguna ciudad que duerme. Silba entre los cementerios. Le susurra algún enigma a los ramajes fragantes de los encinales tambaleantes. Penetra en las rendijas de puertas y ventanas de viejas casas. Y provoca el caer, sobre patios y tejados, de frutas ya maduras que pendían frágilmente de las ramas arbóreas. El viento de noviembre parece un espíritu misterioso de las cosas, o un caudal de tiempo que lleva auroras y ocasos, risas y llantos, esperanzas y decepciones, o recuerdos y olvidos. O parece predicar que las cosas son apariencias de una ignorada realidad; o sueños misteriosos de un ente que ni la más vasta imaginación presiente. El viento de noviembre es un viento que es sólo viento de noviembre. No quiere confundirse sino diferenciarse y preservarse inconfundible, y habitar para siempre en el humano aquél que siente o presiente su maravillosa y particular esencia; esa esencia que consiste en ser precisamente viento de noviembre. Viento de noviembre, empiezo a dormirme, cuando quizá pronto el amanecer exhiba su mágico traje auroral. Todavía te siento, ya lento o rápido, ya cercano o lejano, ya real o ficticio. Y creo que murmuras que, oculto en cada instante, el tiempo disimula su presencia. Y creo que también murmuras que así como el tiempo trae la vida, así también se la lleva, como si sólo la hubiese prestado, y se jactase de su perenne transcurrir. Post scriptum. Viento de noviembre, creo que ya estoy dormido. Y cuando comience diciembre, esperaré tu retorno, deambulante y gemebundo viento de noviembre.