Vieja fábrica textil convertida en hogar de la música popular mexicana


Las instalaciones de una vieja fábrica erigida sobre vestigios de un barrio prehispánico, ahora se inundan de notas de pianos, guitarras e instrumentos autóctonos en una particular escuela en la capital mexicana, especializada en defender el legado de la música popular del paí­s.


En los pasillos de la vieja construcción, pintados con brillantes tonos de verde, azul y rosa, conviven distintas generaciones, músicos profesionales y aficionados, estudiantes universitarios que buscan profundizar su conocimiento y amas de casa que disfrutan de un pasatiempo.

Es una escuela consagrada a la música popular: rancheras, corridos y otros ritmos que han trascendido fronteras. «Somos la única escuela que brinda ese conocimiento», asegura dice a la AFP Jorge Luis Aquino Gómez, director de Casa de la Música Mexicana, una sociedad civil fundada en 1990 y que funciona en las instalaciones de lo que fue una fábrica de seda.

Aquino Gómez reconoce sin embargo que tienen que ser «muy selectivos» porque la música popular mexicana es tan amplia y rica que serí­a imposible reunirla toda en un programa de estudios.

Desde los salones, con nombres de músicos como el compositor de rancheras José Alfredo Jiménez, se escucha a un conjunto de mariachi, el dulce sonido de la arpa jarocha de Veracruz (este), a los lejos un grupo interpreta «Vereda tropical», de Gonzalo Curiel, y en el otro extremo «La bikina», de Rubén Fuentes.

«Nuestra misión es enseñar promover y difundir la música mexicana en todas sus expresiones, y ponemos especial énfasis en preservar los instrumentos más representativos», explica Aquino Gómez.

El prestigio de la Casa de la Música Mexicana es tal que incluso ha tenido entre sus alumnos a estudiantes egresados de carreras universitarias que vienen a ella para profundizar sobre las raí­ces de la música popular mexicana.

En una sala de descanso, las adolescentes Janis González y Elsa Guerrero, alumnas del taller de piano y canto, bromean con Salvador Silva, un campesino de 75 años emigrado a la capital y quien después de 50 años de abandonar la música por la necesidad de encontrar un trabajo decidió regresar a su pasión.

«Siempre que canto, les digo, «espérenme que me voy a quitar la dentadura», así­ canto mejor»», dice con tono jocoso «don Chava», mientras con orgullo muestra su credencial, fechada en 1957, de cuando estudiaba música en el Instituto de Bellas Artes de México.

La mezcla generacional es evidente. «Aquí­ cada año tenemos en promedio 170 estudiantes de todas las edades porque hay un requisito de edad mí­nima de 15 años pero no tenemos lí­mite», comenta Aquino Gómez.

Los alumnos, que pagan menos de 300 dólares anuales, son motivados por distintos intereses, explica el director, pues se cuentan aquellos que buscan una preparación previa antes de emigrar a una escuela profesional de música o hacer de esto una profesión y otros, numerosos, que lo toman como un placentero pasatiempo.

Los talleres más demandados son los de guitarra, canto, baterí­a, bajo eléctrico y saxofón, a despecho del deseo del director que quisiera encausar a los alumnos a instrumentos más representativos de la música popular, como el arpa jarocha, la jarana, el requinto, la marimba, el salterio o el violí­n oaxteco.

Algunos de esos instrumentos se muestran en un museo que junto a una amplia fonobiblioteca y un espacio cultural complementan las instalaciones. El museo exhibe también vestigios prehispánicos, pues la construcción esta en una zona que fue escenario de numerosas batallas en la conquista española.