Valadés nos advierte categóricamente que ese traslado del control político del poder, del seno de las instituciones constitucional-democráticas hacia los agentes políticos propiamente dichos, si implica diferencias sustanciales en los procedimientos de control, dado que en el marco de las instituciones constitucionalmente establecidas para el efecto de dichos controles resultan ser esencialmente públicos, y que si bien algunos son de ejercicio potestativo, muchos lo son de naturaleza obligatoria; además, representan una garantía de libertad, y por lo mismo no pueden estar sujetos a la aplicación discrecional, confidencial y circunstancial que supone la adopción de acuerdos entre los agentes políticos. Por ello es que dicho autor indica que «?Al transferir las facultades que resultan de las reglas generales, públicas y adoptadas conforme a una decisión soberana, de los órganos del Estado a los agentes políticos, de cuya capacidad negociadora dependen las decisiones de los órganos del poder, se produce un cambio cualitativo que, entre otras cosas, supone la práctica supresión del sistema de controles políticos». Agrega al respecto que no debe perderse de vista que el control político del poder ejercitado ya no a través de los canales institucionalizados por la Constitución, sino a través de los agentes políticos «?Abre la posibilidad de intercambios, entre los órganos del poder, que van más allá de lo que prevé la mecánica constitucional. Esos intercambios están determinados por las ventajas políticas que en cada caso pueden obtener las partes que intervienen en las actividades de control. En este caso son los partidos políticos quienes directamente participan en los procesos de intercambio para lo que utilizan sus posiciones en los órganos de representación y de gobierno. El control utilizado como una oportunidad para el intercambio político se convierte en una especie de pseudocontrol: la posibilidad institucional de ejercer el control se transforma en la oportunidad política de no ejercerlo, a cambio de concesiones recíprocas entre los agentes políticos. Este intercambio político, aprovechando los instrumentos de control, debilita la función de las instituciones. Más aún: ni siquiera contribuye a consolidar una política de acuerdos o consensos, porque no se practica sobre aspectos programáticos ni se lleva a cabo de manera pública, sino que concierne a los aspectos específicos de las relaciones de poder entre los agentes políticos y forma parte de los entendimientos subrepticios, o por lo menos, confidenciales, que suelen sostenerse entre ellos. Tal intercambio no constituye una aplicación, ni siquiera en sentido indirecto, del sistema de controles; lo que implica es exactamente lo contrario: plantear su posible aplicación con el objeto de no aplicarlos».
Esta nueva tendencia en el constitucionalismo moderno crea una problemática que ya había sido vaticinada medio siglo antes por el preclaro jurista Loewenstein, quien al referirse al tema del pluralismo político nos decía lo siguiente: «La mística corporativa se puede echar abajo con facilidad. Pero seguirá sin resolver el problema de los grupos de interés en el proceso del poder y sus relaciones con los detentadores oficiales del poder, y no habiendo sido ni tocada la cuestión, en estrecha relación con ésta, referente a la interacción de los partidos políticos y de los grupos de interés socio-económicos. Si el genio político del hombre que ha inventado la técnica de la representación, la separación de funciones y el partido político, no establece aquí un nuevo dispositivo, amenaza el peligro de que un día ?que puede estar lejano, pero también más cerca de lo que se cree? el mecanismo pluralista, extremadamente delicado y complejo, de la sociedad tecnológica de masas se paralice y se hunda. Pero, aunque esto no sea el caso, por ahora, el creciente pluralismo de nuestra sociedad actual significa la erosión implacable y la destrucción final de la libertad y de la autodeterminación individual ?y con ellas, de la democracia constitucional?. En último término ?esto se puede prever consoladoramente?, la anarquía, soberbiamente organizada de los corps intermédiaires, de los partidos políticos, así como de los grupos de interés socioeconómico y de los «oligopolios» tendrá que ser sometida al control de la sociedad.
?Como habrá que llevar a cabo tal reforma en nuestro actual orden social, sobrepasa el conocimiento y hasta la capacidad de imaginación del autor. Pero una cosa le parece segura: se tendrá que crear un árbitro supremo entre las fuerzas pluralistas en competición, dominadoras del proceso del poder, y los individuos que están amenazados de ser ahogados por los lazos pluralistas; este árbitro estará encargado de crear el orden y de mantener el equilibrio, y no podrá ser otro que el Estado mismo. La única alternativa frente al gobierno de los grupos privados es el gobierno público, esto es el gobierno por el Estado. Sólo el gobierno político que ha alcanzado el poder por un proceso democrático, libre del control de los grupos de interés, puede funcionar como el defensor del individuo frente a su colectivización por las fuerzas pluralistas. Si los últimos valores de la democracia política tienen que ser salvados, habrá que regular a la democracia pluralista».