Esto que a continuación les voy a contar sucedió hace tantas décadas, como almanaques tenga el siglo. Fue en la Guatemala de antaño, cuando los senderos todavía no soñaban en convertirse en caminos reales, de terracería.
Rosana Montoya / A-1 397908
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Fueron tiempos idos, en la vida cotidiana de los Departamentos y sus Municipios, donde aún no se contaba con luz eléctrica. No existía siquiera la posibilidad de cambiar la iluminación de candelas de sebo, ocotes, tizones, o lámparas de gas queroseno, por una bombilla eléctrica. Ese fue el tiempo en el que los chuchos se amarraban con longanizas y las muñecas se hacían de olotes. Bajo la exigua luz de queroseno floreció la época de los cuentos narrados entre las sombras de los extensos jardines y los amplios corredores embaldosados de las casas solariegas habitadas por octogenarias abuelas. El vasto equipo de servicio que en esas casonas habitaba fue el transmisor directo del preludio de lo que hoy son las noticias que encabezan los medios escritos y hablados en primera plana. Fueron, sin duda, aquellas leyendas oídas y repetidas de generación en generación, remembranzas recitadas en esporádicos episodios, las que pregonaron las comadronas en la puerta de la panadería, en la calle que lleva al Calvario de cada pueblo, en el atrio de esas iglesias, antes de entrar a oír misa, fue el escenario de intercambio de noticias, también en las esquinas de las cantinas, adonde acudieron las mujeres en busca del marido que no llegó a dormir, esquivando a los bolos de la noche pasada. Así fue como se cundió la transmisión de episodios legendarios, llegando a sitios insólitos por los más variables e insólitos emisarios, lavanderas en el río, recolectoras de agua en el chorro municipal o en el molino de nixtamal. El viento ayudó a que todos los habitantes llevaran la información, atravesó montañas y ríos, hasta llegar a los grandes latifundios de las fincas sumergidas en el corazón profundo de la Guatemala agrícola, productiva, que ayudó a que la moneda estuviera a la par del dólar americano y a veces más arriba todavía. Las leyendas eran oídas con atención, entre peones, mozos, cuadrilleros y caporales que amenizaban las horas de ocio, a la sombra de los cafetales, mientras calentaban las tortillas en espera que terminara de cocerse la olla de frijoles y empezara a hervir la jarrilla de café endulzado con panela –que ya desde lejos aromatizaba el ambiente– y mientras entretenían el hambre. Fueron momentos de descanso aprovechados al máximo. Dentro de ese círculo de trabajadores cortadores de café, se encontraba encuclillado el yerno del administrador de los cafetales, que le daba vuelta a las tortillas recién salidas del comal, mientras contaba a los asistentes sus experiencias infantiles. Pantaleón, que así se llamaba el muchacho, que dicho sea de paso nunca aprendió a leer, narraría lo que de chiquito le refirió su abuelo, cuando fue contratista de cuadrilleros –campesinos que bajaban del altiplano– para ser jornaleros temporales en las fincas de la Costa Cuca. Pantaleón juró, al mismo tiempo que se santiguaba haciendo la señal de la cruz, que como su abuelo lo contó, así de esa misma forma lo narraría él. “Sucedió una noche de tantas, en la temporada en que los árboles estaban en floración, invadida la noche de perfume de azahares, cuando el abuelo paseaba entre las sombras de los frondosos sauces llorones y magnolias, en espera de ver pasar a la muchacha de la cual se había prendado. La tenía apalabrada para robársela esa noche. Acto seguido, juntos los dos, agarrarían camino para su municipio; al cabo que el trabajo había terminado y los cuadrilleros estaban contentos con la paga entre el morral. El viaje estaba dispuesto para partir en la madrugada del día siguiente, todos juntos, el abuelo, la muchacha, y los cuadrilleros, de regreso a sus ranchos, satisfechos del deber cumplido con el trabajo encargado, con la plata y el costal de sueños a tuto. Pero esa noche era noche de sortilegios: los brujos, las hechiceras, agoreras y pitonisas andaban sueltos, danzando en círculo con quién aparearse. Cantaban y balbuceaban una jerigonza que el abuelo no entendió. En ese enredo de hechiceros había foráneos y de la comarca, contaba el abuelo. Porque logró reconocer entre el grupo a gente de la comarca que circulaba los días de mercado entre la muchedumbre del pueblo y de la finca, cuando de pronto, con asombro, vio cómo ante sus ojos ciertos hechiceros se iban transformando en cuadrúpedos irracionales de dimensiones descomunales. Y empezó la danza de apareamiento. A lo lejos oyó el gemido de diferentes mamíferos, bestias dóciles, en apariencia hipnotizadas, que respondieron al llamado de los hechiceros; también ellas fueron sometidas a la cópula. Tal vez con la intención de procrear una especie nueva. En este merengue de hechiceros hubo algunos que gimotearon, entusiasmados, al reconocer a congéneres de otras latitudes, regiones desconocidas por el hombre. Obviando arcaicas ordenanzas que estropearían tan siniestros planes. Esa fue la noche más larga que haya vivido el abuelo, el cual en cuanto pudo estabilizarse y coordinar cerebro y cuerpo, salió despavorido al amanecer del día siguiente con sus cuadrilleros, hasta el punto de haber olvidado la intención del robo de la muchacha; no quiso nada con ella, porque pensó que podría haber sido producto de un incesto similar al repugnante acto que había presenciado durante la noche anterior. En el trayecto de regreso, el abuelo de Pantaleón no dejó de pensar en lo sucedido. Bajo el ardiente sol, donde el calor húmedo a veces no deja que transite el viento y el paisaje queda calcado en la retina, el tiempo que eterniza los minutos, que camina lento sin recuento. Así fue como este horrible episodio se divulgó. Entre los cuadrilleros que escucharon dicha anécdota, fue Margarito al que le quedaron grabadas a fuego las palabras de Pantaleón, y en silencio recorrió el camino que lo llevaba de vuelta al siguiente trabajo. El sol es el reloj de los campesinos; el cielo y las nubes, el calendario que marca la temporada de siembra y cosecha. Dentro de ese particular mundo, de aldeas y caseríos, lo único que satisface la existencia –donde el precario sostén vuelve monótona la subsistencia– de sus pobladores, que viven a la espera de cualquier novedad, para hacerla correr como pólvora entre los vecinos, amigos y celestinas que bautizan una y mil veces más los mismos hechos, a falta de un mejor entretenimiento. El viento se encargó de llevar de boca en boca, hasta llegar al barrio de la Candelaria, cerca de Parramos, la misma historia. El carnicero, llamado Brígido, escuchó en silencio lo que su clientela murmuraba y le pareció que existía cierta similitud con la historia que con anterioridad había oído de la abuela de su suegra. Contaba doña Modesta, la suegra de Brígido, que esto ocurrió, a orillas de las aguas que bañan las costas del territorio más lejano de la república que da al océano Atlántico, territorio que, en alguna época lejana, fue refugio de piratas ingleses, donde bajaban de sus embarcaciones británicas para abastecerse de agua dulce. Muy segura de sí misma, doña Modesta narraba temblorosa lo que había oído a escondidas, en casa de tía Lipa. Contaba doña Modesta a sus hijas, entre ellas nía íšrsula, esposa del carnicero Brígido, que la tía Lipa dijo muy claro que hubo en aquel departamento de negros, un caso insólito de un brujo que había parido una cría enjuta, con cara de demonio y cuerpo de niña; lo primero que hizo al nacer fue degollar a su progenitor, a pesar de ser tan diminuta. Sobre la tierra quedó la cría, que se alimenta de la sangre de cabras, ovejas, becerros y perros, a la que dieron en llamar la Chupacabras, mismo monstruo que un día se convirtió en mujer, con la ayuda de habitantes garífunas, que transmutaron las cuatro patas en dos bellas piernas y extremidades superiores caracterizadas por tener las manos desproporcionadamente grandes al resto del enjuto cuerpo, aunque conservaba la fisonomía de bestia; desarrolló el gusto por sangre humana. Brígido, hasta ahora, pudo unir el principio con el final de la historia macabra. Ese fue el resultado de aquella noche de transgresión e incestos. Años después, en el barrio de la Ermita, en la capital, sus primeros pobladores dijeron saber de otras aberraciones que no quisieron ver luz del sol. Presurosos se arrastraron en cuanto nacieron, hasta esconderse bajo las piedras, y de ahí se arrastraron hasta llegar al fondo de la tierra, donde en la actualidad habitan, causando terremotos. Otros con dificultad jalaron sus pesados cuerpos hasta ocultarse dentro de las aguas de los mares.