Ven, vamos a morir


Retorno. Un soldado se abraza con su pareja, a su regreso a Estados Unidos. Muchos de los soldados estadounidenses se han encontrado con la muerte, cortando la posibilidad de regreso.


El sargento norteamericano Carlos Santillana, jefe de un tanque, grita a su artillero, que se dispone a abrir una ración de alimentos: «no te comas ese maldito pollo ahora, cada vez que comemos nos atacan, ven, ¡vamos a morir!»

Los soldados de la primera división de caballerí­a van a relevar por 72 horas a sus camaradas en el puesto de reacción rápida de la policí­a iraquí­, en pleno centro de Baaquba, al norte de Bagdad, donde las violencias sectarias entre chií­tas y sunitas han causado miles de muertos.

Entre dos vehí­culos blindados Bradley, el soldado Robert Mathews pone una rodilla en tierra y recita una breve oración. La primera sección se dispone a partir en misión detrás de los alambres de púas, saliendo del sector protegido del campamento norteamericano Warhorse en Baaquba.

En siete semanas, el batallón, que lleva a cabo su segunda rotación en Irak, ha perdido ya tres hombres en explosiones de bombas artesanales. A otro soldado de la división lo mataron a pocos centenares de metros de la estación.

El miedo se lee en los rostros, pero el artillero Willie Thomas, riéndose, un poco fanfarrón, saca el pecho y grita: «Atraigo las balas, sí­, hombre, pero me da lo mismo, al tipo que me dispare lo enciendo y le digo: nos volveremos a ver en la otra vida bebé».

«Les damos matraca duro», confiesa el capitán Chris Conley, jefe del puesto en el cuartel iraquí­, cuya fachada muestra los impactos de bala.

«Volvimos a ocupar este barrio la semana pasada. Inmediatamente fuimos atacados. Pensaban que abandonarí­amos, pero hemos matado unos 50 enemigos», dice.

Las condiciones de vida son rudimentarias. No hay calefacción, ni agua potable, ni electricidad, las letrinas están repletas, los cuartos llenos y azotados por corrientes de aire en un edificio sin terminar.

A las ocho de la noche se escuchan disparos en el barrio. El capitán Conley enví­a dos blindados y tres jeeps todoterreno al lugar.

Unos 20 minutos más tarde, uno de los blindados abre fuego sobre un hombre armado. Los soldados salen del vehí­culo pegados a las paredes.

«Hay que fotografiar el cuerpo», anuncia el teniente Ben Dowell.

Dos soldados obedecen mientras maldicen. Deben voltear el cadáver destrozado por el calibre 25 mm del cañón para descubrir su rostro.

Luego allanan una casa. Una mujer aterrada abraza fuertemente a dos niños que lloran. Un bebé duerme. El hombre de la casa no está. Tras un rápido registro, los soldados se dirigen hacia otra casa.

La puerta exterior está cerrada. Nadie abre. El blindado sirve de ariete y destroza la pared exterior. Una familia mira King Kong en la televisión. El único hombre de la familia es interrogado en vano. Su joven hijo de diez años es aislado por el intérprete: «Â¿Dónde están los malos?», le pregunta. El niño no responde.

«Los niños son más sinceros. Los hombres callan. No interrogamos a las mujeres. Son demasiado sensibles», resume Dowell.