Veinte años después, la ex URSS es un mosaico disí­mil


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Primero fue Mijaí­l Gorbachov, que empujó a una monolí­tica Unión Soviética hacia reformas. Luego, en agosto de 1991, un intento de golpe de Estado por militares comunistas ultraconservadores fracasó y abrió una grieta que no pudo ser cerrada.

Por JIM HEINTZ MOSCíš / Agencia AP

Unas pocas piezas del imperio se cayeron y se alejaron. Muy pronto, el resto se desplomó.

Triunfalistas en Occidente vieron la desintegración de la URSS como el triunfo inevitable de la democracia, incluso el «fin de la historia». Otros, como dijo el lí­der ruso Vladimir Putin años más tarde, como «la mayor catástrofe geopolí­tica del siglo».

Los fragmentos de la Unión Soviética en medio de esos dos extremos: un montón desordenado de paí­ses, con un total de una sexta parte de las tierras del planeta, que son enormemente diferentes entre sí­ y con futuros que van desde prometedores hasta preocupantes, pasando por quién sabe. Rebeliones de extremistas islámicos amenazan con dar paso a guerras y dos conflictos «congelados» siguen sin asomos de solución.

Esos paí­ses van desde la nación más pobre en Europa, hasta Rusia, donde brotan magnates de riqueza faraónica. Algunos son democracias genuinas, otros imitaciones poco convincentes o cí­nicas. Turkmenistán es abiertamente una dictadura y Bielorrusia y Uzbekistán lo son de hecho. En la evaluación del grupo observador Freedom House, tres de las 15 exrepúblicas soviéticas son consideradas libres, siete no libres y las otras cinco algo intermedio.

Rusia está entre las «no libres», perdiendo terreno en la última década. Por mucho la mayor ex república soviética, la que tiene más recursos naturales y la única que aún posee armas nucleares, el camino que escoja Rusia es de suma importancia para el mundo. Y ese camino no está claro.

En los primeros años tras el colapso de la Unión Soviética, la escena polí­tica en Rusia parecí­a abierta, con reformistas, oportunistas y ultranacionalistas en la arena. En 1996 la competencia en las elecciones presidenciales fue tan intensa que obligó a una segunda ronda, que Boris Yeltsin ganó con apenas 53% de los votos.

Pero la Rusia de Putin, aunque nominalmente una democracia, ha frenado cualquier oposición genuina, a excepción del cada vez más marginal Partido Comunista. Las autoridades usualmente niegan permiso a grupos opositores para marchar y la policí­a reprime duramente reuniones o concentraciones no autorizadas. Cambios a las leyes electorales en el último decenio han colocado obstáculos casi insuperables para los independientes y los verdaderos grupos opositores.

El presidente Dimitry Medvedev ha hablado reiteradamente de la necesidad de reformas, pero como un mandatario débil que llegó al puesto solamente porque Putin no podí­a presentarse a otro término en el 2008, sus palabras tienen poco impacto. Putin, actualmente primer ministro, casi seguramente va a presentarse a los comicios presidenciales del año próximo, y casi seguramente los ganarí­a. Eso reforzarí­a el sistema de «democracia controlada» y muchos observadores piensan que causarí­a una catástrofe.

«A lo largo de su historia, Rusia siempre ha visto sus reformas polí­ticas cuando es ya demasiado tarde. Y ahora la nación marcha de nuevo en esa dirección», dijo Boris Makarenko del Centro de Tecnologí­as Polí­ticas, un grupo de estudios independiente. «El gobierno no puede hacer caso omiso eternamente a las opiniones de la sociedad. Si trata de hacerlo, pudiera llevar a escenarios como el de 1917 o el de 1991».

La reciente estabilidad de Rusia y la disposición de sus ciudadanos a aceptar la declinación de sus libertades polí­ticas están estrechamente asociadas a la riqueza que ha florecido en el paí­s desde el colapso soviético, dependiente de la demanda mundial de sus vastos suministros de petróleo y gas natural. Incluso los rusos que no pueden el darse el lujo de los fastuosos apartamentos en el centro de Moscú parecen darse por satisfechos mirando desde afuera.

Pero la crisis económica global que estalló en el 2008 ilustra descarnadamente lo vulnerable que es Rusia a las caí­das en los precios de los hidrocarburos. Un estancamiento prolongado pudiera sacudir la estabilidad del sistema en Rusia.

«Sin crecimiento, serí­a difí­cil para el gobierno librarse del descontento», dijo Daniel Treisman, profesor de la Universidad de California en Los íngeles, en un artí­culo para el Carnegie Moscow Center.

Rusia está plagada además por una rebelión islamista en sus provincias del Cáucaso, resultado de dos guerras post soviéticas con separatistas chechenios. La violencia alcanza esporádicamente el corazón de Rusia, como en enero, cuando un ataque suicida mató a 36 personas en el principal aeropuerto de Moscú.

Kazajistán, menor que Rusia pero más grande que toda Europa, también se ha beneficiado de sus reservas de gas natural y otros recursos. Y sus prospectos democráticos son aún más dudosos. Nursultán Nazarbayev, que ha dirigido el paí­s desde el colapso soviético, tiene un poder casi absoluto y su partido ocupa todos los escaños de la legislatura nacional. Pero Nazarbayev mantiene una postura un poco más progresista que la de los lí­deres rusos, renunciando voluntariamente a las armas nucleares que Kazajistán heredó de la Unión Soviética y promoviendo tolerancia religiosa y étnica.

La vecina Kirguistán sigue siendo causa de preocupación a causa de la violenta animosidad entre grupos étnicos, que estalló el año pasado en pogromos en el sur que mataron a centenares de personas. Tanto Rusia como Estados Unidos tienen bases aéreas en el paí­s y la estabilidad allí­ es de gran importancia.

El momento de la verdad para Kirguistán pudiera llegar en las elecciones nacionales en octubre, mostrando si el paí­s puede regresar a la ví­a democrática de la que se ha apartado sangrientamente en años recientes. Una vez considerada «la isla de democracia» en la región, Kirguistán ha sufrido desde el 2005 dos violentos cambios de poder.

Los avances hacia la democracia de otras dos ex repúblicas soviéticas se han deteriorado, pero no se han desplomado totalmente.

Ucrania, donde protestas multitudinarias en el 2004 llevaron al poder a un gobierno reformista, casi inmediatamente descendió en disputas entre facciones que paralizaron virtualmente el paí­s. El año pasado los votantes sacaron a ese gobierno e instauraron en el poder a un presidente pro ruso, que está bajo fuertes crí­ticas de occidente por enjuiciamientos polí­ticamente motivados y presiones contra la prensa independiente. El parlamento es escenario de frecuentes trifulcas y el rumbo del paí­s es incierto.

Georgia, cuya «Revolución de las Rosas» en el 2003 abrió las puertas a protestas masivas en la región, se encaminaba firmemente a su admisión en la Unión Europea y la OTAN bajo el presidente reformista Mijaí­l Saakashvili. Pero el impulso se desvaneció luego de la guerra de cinco dí­as con Rusia en el 2008, algo que el Kremlin y muchos georgianos atribuyen a la impetuosidad de Saakashvili.

Las dos regiones georgianas que se escindieron en la guerra, Osetia del Sur y Abjasia, siguen siendo potenciales calderas de conflicto, y Georgia dice que son usados por Rusia como bases para incursiones terroristas.

No lejos de Georgia yace otro problema persistente: Nagorno-Karabaj. Ese diminuto territorio, en la profundidad de Azarbaiyán, ha sido controlado por soldados armenios y fuerzas locales de etnia armenia desde que un cese del fuego en 1994 puso fin a combates interétnicos. Más de una década de mediación internacional no ha conseguido movimientos claros hacia una solución, y ambas partes frecuentemente reportan pequeños choques a través de la zona de nadie que las separa. Una reanudación de los combates plenos pudiera sacudir los mercados europeos, a causa del importante oleoducto que pasa por Azerbaiyán en ruta a Occidente.

Menos volátil, pero igualmente estancado, es el status de Transdniester, una sección separatista de Moldavia reforzada por tropas rusas.

A un extremo de la experiencia pos soviética están Estonia, Letonia y Litunia. Los primeros en separarse cuando la URSS se estaba desintegrando, esos pequeños paí­ses bálticos han tomado un curso firmemente pro occidental, todos integrados a la OTAN y la UE.

Al otro extremo están las autoritarias Uzbekistán, Bielorrusia y Turkmenistán. Nada indica que pueda haber cambio en Uzbekistán mientras siga al frente el autoritario lí­der Islam Karimov. El presidente de Bielorrusia Alexander Lukashenko, que ha suprimido la oposición y la prensa independiente, actualmente enfrenta el mayor reto a sus 17 años en el poder, con el colapso de su economí­a estilo soviético.

Turkmenistán, donde enormes ingresos por gas natural han transformado la una vez sombrí­a capital en una brillante urbe en el desierto similar a Las Vegas, ha eliminado gran parte del culto a la personalidad engendrado por el excéntrico lí­der Saparmurat Niyazov, que habí­a prohibido el ballet y los dientes de oro, pero sigue siendo un estado unipartidista. Sin embargo, el sucesor de Niyazov ha invitado a los lí­deres opositores exiliados a regresar al paí­s para tomar parte en las elecciones del año próximo, en lo que pudiera ser un tí­mido paso hacia una apertura.

Las diferentes suertes y prospectos de los paí­ses forman en conjunto una ironí­a histórica: Mientras que la Unión Soviética buscó diseminar una ideologí­a única por todo el mundo, su antiguo territorio es ahora tan variado como el propio mundo.