«Variaciones del Celaje» de don León Aguilera


grecia-aguilera

“Tenemos en la mano una lámpara de cinabrio. Arde el corazón, incensario es el alma, humo rosado el espí­ritu. Sobre las ondulaciones de la cordillera, se difunde un anaranjado, ya es rojo, ya es rosa. El coronarse de las rosas allá en la distancia. A través de las celosí­as se abarca el paraje y a través de una alta encina el sol resplandece en su caí­da y enví­a sus rayos rojos entre sus hojas. Estamos sensitivos como una caléndula, estrujamos la petunia de ser frágiles en el ensueño, entre las rocas de una inexorable realidad.

Grecia Aguilera

 


Levantamos el corazón como una copa de sol bermejo ante el poniente. Con lentitud, con paso cansino el sol se aleja, se torna una guinda en el fondo del celaje que se extiende en un rosa pálido. La avenida busca el ruido en el silencio. Los carros transcurren con sordos colores. Están pincelando el horizonte de Sur a Norte. Ya no tenemos en las manos una lámpara de cinabrio sino una azulrosa. Una ancha cinta amarillenta se fija por sobre la cordillera. La quietud se torna también transparente esmeralda. Se acalla el fragor áspero del vivir. Nos hundimos como en una inmensa nostalgia del tiempo. Como si los siglos se pusiesen a pensar en lo que han sido, como si se compungiesen ante el tiempo que la humanidad ha poseí­do para perfeccionarse en pos del ángel y sólo ha logrado perfeccionar su demonio interior. Alguien dio un golpe de varillas de abanico y henos ahora en un ensueño gualda, cuando ojos glaucos nos contemplan desde la evocación. Hacia el cenit se eleva suavemente un celeste que se torna blanco en las nubecillas translúcidas. Se envuelven en un tremor de oro las pinaledas. Hay un pino alto, hasta parece la torre de una catedral gótica. De la hora gotean altas serenidades. La frente se refresca en el relente. Por dentro no hemos encendido las luces a fin de que el callado esplendor de fuera nos hipnotice. Este es un dorar de la suntuosidad de la existencia, cuando en una cima se detiene o mira hacia el fondo, o a la vera de la senda quisiera recontar la medida transitada. Hace un gesto de cansancio y filósofa y sin embargo está ávido, porque como lo expresa Oscar Wilde, la tragedia consiste en sentirnos siendo viejos cronológicamente, aún fervorosamente jóvenes. La juventud de la emotividad que se fuga en ese tamiz dorado, en una niebla lila, libélula sobre un breve estanque azuloso dorándose por un instante sus alas. Tenemos una lámpara de granate en las manos. Ahora es un lila por sobre la cordillera. En ancha franja se alza desde las curvas de las montañas y se infiltra entre los follajes de los eucaliptos. Más distante una araucaria se entreve como borrada en pulsos de turquesa. Es la hora de los ángeles morados, rezan en el libro de sus melancolí­as y luego lo cierran tras señalar un pasaje con una violeta para meditar en algún amor intenso, entre mirra y oraciones, cuando la forma corpórea se idealiza para ser más noble y bella en la entrega total del amor. Dentro se esparce la oscuridad como si fuera un charco aéreo. El sol ha desaparecido en los umbrales del más allá. Oscurecen los colores. Se ensombrecen los matices. Es el momento de las penumbras, palomas mensajeras de la noche. Impera, no obstante, una rara claridad. Es como si se hubiese vuelto a reencender el rojo, pero ahora es púrpura y luego es luctuoso Carmesí­. Luces verdes de mercurio lanzan sus miradas entre soñadoras y melancólicas hacia el asfalto. Un viento fresco aterriza entre el calor. Por allí­ se adivinan parejas. Es la hora de los idilios a lo largo de la alameda. Tenemos en la mano un antiguo cirio ilusionado. Es el cabo del cirio, pero aún arroja sus últimos chisporreos celestes y morados negándose a extinguir. Es la noche; pulsan las estrellas a Dios en el firmamento”.