Vargas Vila, el eco y el ego


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Cincuenta años atrás, la lectura de sus libros compuso en Cuba una especie de iniciación juvenil, cuando en otros paí­ses lo cubrí­a el polen amarillento de lo caduco. Su nombre entre nosotros era popular, recurrente. Pero Mario Parajón, narrador, crí­tico teatral y cronista culto, vinculado al grupo Orí­genes, colaboró a desinflar el inmerecido crédito de José Marí­a Vargas Vila con una nota publicada en el periódico El Mundo en los primeros años de los sesenta. Parajón alertaba, retando un tanto a los devotos del colombiano, que habí­a que leer como rezaba un poema de Antonio Machado: pararse “a distinguir las voces de los ecos”. Y detenidos en el camino, hemos de erguir la oreja, pulverizar los conjuros de la tradición y concluir que José Marí­a Vargas Vila nos suena como un eco.

POR LUIS SEXTO

Por un tiempo,  la fama benefició al autor de El archipiélago sonoro. José Martí­ realza cordialmente el valor del panfletario, aventajado perito en el insulto, al invitar  “a nuestro Vargas Vila” a participar de una reunión  con “nuestro Rubén Darí­o”. Esos son los términos  de la esquela que empareja a dos escritores muy disí­miles en obra y trascendencia. Martí­ debió estimarlo, porque quien pocos años después será autor de El yanqui: he ahí­ al enemigo, ya se caracterizaba por su virulencia liberal, antiimperialista. Más adelante se autodefinió como anarquista. Era, en fin, una especie de revolucionario signado por la irreverencia y el desparpajo. Su novela Ibis le atrajo la ex comunión del Vaticano. Condena que lo regocijó, según propia confesión.
 
Darí­o lo estimó también. Y tras la muerte del lí­der del modernismo, Vargas Vila escribió un mí­nimo volumen donde contó sus relaciones con el poeta de Azul.  Conoció personalmente a Darí­o cuando circuló la noticia de que el colombiano habí­a muerto. Y el poeta publicó una necrologí­a conmovedora y conmovida sobre el polemista. En reciprocidad, el apócrifo difunto se acercó al bardo y según las memorias de aquel, estuvieron juntos con frecuencia en función de í­ntima amistad en Europa,  donde ambos trabajaban como diplomáticos.  Pasaban los últimos años del siglo XIX y el primer tercio del XX, cuando los escritores serví­an también para doblarse sobre la mesa de los diplomáticos y asistir engavetados en  rí­gidos trajes  a las recepciones palaciegas.
 
En Cuba, su obra y su figura  recibieron, según la tradición,  cierto acatamiento. Y al parecer, le plací­a pasar temporadas en nuestra capital.  Visitó tres veces a La Habana: en 1923, 1924 y 1926. Y en Calabazar residió en una especie de bungaló, a orillas del rí­o Almendares,  en el barrio de Las Cañas, más tarde área donde los Salesianos edificaron el seminario y el noviciado. Todaví­a en los sesentas esa casa se mantení­a convertida en una especie de club nocturno llamado River Cañas Club. Aquí­ dejó amigos y uno de ellos conservó un archivo con cartas y papeles literarios escritos entre 1899 y 1933, entre ellos un llamado Diario secreto, de cuya existencia y de la donación a la  Biblioteca Nacional habló en 2007 el periódico Juventud Rebelde. En el Diario, el 24 de julio de 1924, confiesa: “Suprimo la narración de mi primera estancia en La Habana, de paso para México, porque todo eso pertenece a mi libro de viajes, y se halla en un volumen especial bajo el tí­tulo de En la esmeralda fúlgida. Estuve en la República Argentina, Uruguay, Brasil, costas de Colombia, Venezuela y México. Y heme aquí­, llegado de nuevo a las playas oro y azul de esta isla maravillosa, donde la sombra doliente de José Martí­ parece extender sus brazos para recibirme. Recobro el imperio de mí­ mismo. ¡Bendita sea!”.
 
A los 73 años falleció en Barcelona. Discurrí­a 1933. Ya su presunta voz iba derivando hacia la certeza de un eco.  Siete años antes habí­a visitado a México. Y el periodista Ortega lo describió así­, en El Universal, en 1926: “De pequeña estatura, un poco grueso; de mirada, gestos y hablar que quieren ser olí­mpicos (…) Voz despectiva y seca (…) Viste irreprochablemente, calza a la última moda, sin descuidar un solo detalle”. Y al referirse a cuantos  lo esperaban en la estación ferroviaria, Ortega apuntó: “Ningún intelectual acudió a saludarlo. Se sabe, de hace tiempo, todo lo que va a decirnos”. A pesar de ello, el mexicano lo entrevistó y al reproducir el diálogo enfatiza en la grotesca vanidad de Vargas Vila, que solo hablaba y permití­a generosamente que los demás escucharan. “Se tomaba –aseguró el periodista-por un Zeus Fulminador”.
 
Siendo muy joven, también yo le pagué impuestos a los libros de Vargas Vila. Era lo común entre los aficionados, todaví­a, quizás, carentes de la capacidad para evaluar las voces. En una libreta anoté mis impresiones. Terminaba de leer La voz de las horas, y encandilado por la suntuosa retórica, la califiqué de maravillosa prosa y a los conceptos apodí­cticos y contestarios del autor les asigné el juicio de geniales. Más adelante mordí­ a Ibis, y aquella admonición al amante engañado que decí­a muy a lo macho: Si no tienes el valor de matarla, mátate, me resultó extremista,  artificiosa, hasta ridí­cula,  y renuncié a este autor. Solo conservo, medio extraviado, el folleto con sus recuerdos de Rubén Darí­o.
 
A tiempo llegó la nota de Mario Parajón en El Mundo.  Aún se lo agradezco, como le agradezco  haber acogido en su biblioteca doméstica a aquel adolescente que querí­a ser escritor. Mediante esa y otras influencias  se clarificó mi vocación y mi criterio literario aprendió a desconfiar del lujo y la banalidad. Porque de lo contrario estuviera ahora distribuyendo adjetivos “maravillosos y geniales”, tanto como los repartí­a José Marí­a Vargas Vila, cuyo delirio estilí­stico lo condujo a escenificar su obra y su vida en el personaje de una voz solitaria, insolente, escandalosa  y, sobre todo, enamorada de sí­ misma. Hoy sólo parece un eco de antiguas nostalgias.