«Los hombres de la Iglesia no necesitan esperar a la píldora para respetar a la mujer menos que a sí mismos»
Uta Ranke-Heinemann
Alguien debería de recordarles a las autoridades de la Iglesia Católica de nuestro país que, al igual que «comerse la manzana antes del recreo» y fuera del matrimonio, dentro de las leyes religiosas judeocristianas mentir también es pecado; la exageración no es más que una verdad adornada con mentiras.
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«Vean esta belleza», exclamó el Cardenal Rodolfo Quezada Toruño, mientras explicaba a un grupo de periodistas cómo se utilizaba un aspirador manual endouterino, para graficar de una mejor manera la oposición de los religiosos a la entrada en vigencia de la Ley de Acceso Universal y Equitativo a los Servicios de Planificación Familiar.
Es cierto, no se puede esperar que una institución que se basa en la tradición, como es la Iglesia Católica, se adapte tan fácilmente a los cambios sociales que acarrea el correr del tiempo. Menos ahora, que Benedicto XVI abrió las puertas del Vaticano a todos los sacerdotes anglicanos que se opusieron a las medidas progresivas de su Iglesia, como el reconocimiento del sacramento del sacerdocio para mujeres y homosexuales. La Iglesia Católica reafirmó así su pensamiento retrógrado, excluyente, machista y homofóbico.
¡Pero vaya! Tampoco es necesario recurrir a imágenes tan grotescas como las que tanto parecen gustar al Cardenal cada vez que se muestra en contra de la Ley de Planificación Familiar: antes había comparado las píldoras anticonceptivas con balas y aseguró que tanto unas como otras sólo servían para matar.
Es de esperar que los jerarcas de esta institución (sólo hombres, por cierto), se opongan categóricamente a cualquier método artificial que impida el embarazo pero… ¡momento por favor!, no crean que nuestro pensamiento es tan ingenuo como para tragarnos el cuento que lo que más les preocupa es la salud y la seguridad de las mujeres.
Lo que verdaderamente les importa es imponer el pensamiento celibatario de la Iglesia Católica que condena el placer sexual a la categoría de «sucio», «aberrante», «pecado» y otras sandeces más, y mantener la visión de la mujer como «ayuda del hombre para la reproducción».
Esa parece ser la razón de fondo de la manera tan empecinada en que la Iglesia se resiste a que hablemos de nuestros cuerpos y exploremos nuestra sexualidad. El control de nuestros impulsos sexuales ha sido una manera de represión, porque se nos impide ser y se nos impide gozar.
Ellos, todos hombres con voto de castidad, necesitan fortalecer la idea de la «superioridad» de la «abstinencia» (que supuestamente practican) para mantener su posición privilegiada de control sobre su feligresía. No creo que sean muchos los que diverjan de la idea de la santidad a través de la virginidad y la abstinencia. Nuevamente intentan recurrir al silencio, a la ignorancia y a la desinformación para imponer verdades absolutas a través de la fe. Ojalá y esos tiempos puedan quedar atrás y, pese al llamado de «desobediencia civil» de las autoridades de la Iglesia, se exija el conocimiento de la sexualidad como un derecho.
Además, al negar la posibilidad de explorar nuestra sexualidad, como parte esencial de nuestra integralidad como personas, y de los métodos que existen para prevenir embarazos no deseados, la Iglesia Católica se opone a la vida. «Â¿Por qué la Iglesia no exige que se otorgue a las personas vivas la misma protección que ella requiere para las personas potenciales e imaginarias?», se pregunta la teóloga Uta Ranke-Heinemann en su libro «Eunucos por el reino de los cielos». Esta duda y otros planteamientos sobre el control que ejercen los hombres de la Iglesia a través de la sexualidad y el miedo, le acarrearon a Ranke la excomunión por Juan Pablo II.
Sin embargo, pese a negar el derecho a comulgar dentro de la Iglesia, las personas tenemos el derecho de luchar y de exigir la información pertinente para decidir si hacer uso o no de los avances que la tecnología ofrece. El caso de la sexualidad no es la excepción.