Anticipadamente les presento mis disculpas por la frivolidad de estos apuntes, porque después del descanso laboral de Navidad, uno como que se queda un tanto desubicado, y luego se asoman las fiestas de fin de año, que invitan a la  holganza, que no debe ser privilegio únicamente de los padres de la patria.
Contra mi natural rechazo a los amontonamientos de gente, al escandaloso sonido de altoparlantes publicitarios, a conducirme en desordenado, ruidoso y denso tráfico de vehículos, dos días antes de la Nochebuena, cuando me vine a dar cuenta ya estaba sumergido en ese oleaje de consumismo, atendiendo las insinuaciones de mi mujer, en el sentido de que yo también debería participar en la compra de algunos objetos para regalar a nuestros hijos y nietos, con la débil promesa que se trataba solamente de un par de horas.
Para complacer a Magnolia, quien se había esmerado en dirigir los arreglos ornamentales de la casa donde vivimos, con motivos navideños, Â me uní al tropel de compatriotas que encendidos en patrio ardimiento se lanzaron estrepitosamente a centros comerciales en búsqueda de ropa, zapatos, juguetes, que los generosos comerciantes ponen a disposición de la ansiosa clientela.
Días antes la Providencia había evitado que yo compartiera ese tormento mercantil, porque se agudizaron mis dolores de vientre y se tornaron más frecuentes mis nada protocolarias visitas al trono de desechos alimenticios. Por consejo del eminente médico internista Arturo Núñez (a quien públicamente reitero mi gratitud por su celo de atenderme en cualquier momento) hube de hospitalizarme. Debo confesarles que yo temía lo peor, pero lo más grave que descubrió el también diligente gastroenterólogo Leopoldo Sajché, después de las pruebas y exámenes a que fui sometido, es que mis desventuras patológicas obedecen a divertículos que se aposentaron perversamente en mis intestinos. Ya estoy en tratamiento y sometido a la dieta que me propuso el igualmente solícito doctor Ramiro Batres.
Pero me desvié del tema, porque mi intención es sugerir a las autoridades monetarias que impriman billetes y monedas de 99 quetzales y de 99  centavos, porque en casi todos los comercios que recorrí, las mercancías no se venden a precios de cantidades redondas, sino que en Q599.99 o Q184.99, para mencionar cifras antojadizas como ejemplo, sin que den el cambio, cuando se paga en efectivo, clavándose siempre un miserable len; pero aunque sea un abatido centavo, si lo suman en todas las compras, deriva en delito de hurto o apropiación indebida de una apreciable cantidad de dinero. ¿O no?
 (El hijo de Romualdo Tishudo le preguntó a uno de mis nietos: -¿Es cierto que tu abuelo tiene divertidas las tripas?)