Mario Gilberto González R.
La biblioteca de mi abuela, Mamá Tona, era pequeña pero tenia libros que a lo largo de mi vida no he vuelto a encontrar. Por ejemplo, uno con estampas de varios trenes que salían de las principales capitales: Madrid, Londres, París hacia la Luna, con la distancia al margen y el tiempo que tardarían en llegar a su destino. Aun no había leído a Verne y menos imaginarme que iba a presenciar el momento cuando el hombre puso su pie en la Luna. La Luna de entonces era la confidente de las aventuras nocturnas y una musa de los románticos. De lo Eterno a lo Temporal.
Un libro reflexivo sobre la vida y la muerte; Infundía respeto y temor. Una pareja de enamorados bailaba y detrás de ella estaba la dama blanca con su guadaña, dándole una palmadita en la espalda para llevársela. El libro del NO, con máximas de moral y urbanidad. No fue libro de cabecera sino de mesa, porque se leía todos los días. NO debo sentarme a la mesa con las manos sucias; NO debo hablar con la boca llena; NO debo dejar abierta una puerta que está cerrada y así tantos NO en un tomo voluminoso; Picardía Española, aun desconocido para muchos estudiosos de la literatura española. Contiene una colección de versos pícaros que se cruzaron los autores españoles del Siglo de Oro y uno en especial, Cómo hacer luces de colores.
Este libro fue un hallazgo maravilloso. Lo leí de de pe a pa, como era costumbre decir entonces, cuando se leía un libro completo. Traté de descifrar las fórmulas y comprar los utensilios y los materiales. Lo poquito que hasta entonces se nos había enseñado de química y la asistencia al laboratorio nos daba el impulso necesario para realizar el empeño. En las fórmulas me ayudó mi hermano Julio Alberto. Laboraba en el laboratorio de una farmacia y las manejaba de maravilla al elaborar los medicamentos ordenados por los médicos. Le era fácil usar la balanza de precisión para pesar las cantidades requeridas de cada material.
Con mis escasos ahorros compré un mortero, una lezna, cartón, lazos y brea. El carbón de pino como buen conductor y las limaduras de hierro las procuraba regaladas en la herrería de don Pancho y de su hijo íngel Arturo González; el salitre, rascando las paredes de las ruinas y demás material en la farmacia.
Iba al cerro de Monzón a cortar las cañas para los canchinflines y las varillas para los cohetes que ponía a secar en el patio de la casa.
En la cohetería el Culebrón, compraba las mechas y observaba cómo preparaban los canchinflines y el envoltorio de las bombas.
Así que iniciadas las vacaciones, la entrega fue total en la elaboración de la pólvora, fósforos de colores, estrellitas, canchinflines, bombas y cohetes. Para Navidad y Año Nuevo tenía suficiente material para quemar y regalar a los amigos ¡Qué gozo cuando las pruebas daban el resultado deseado! Luces rojas, verdes, azules. Alambres que chisporroteaban estrellitas plateadas, fósforos que al quemarse daban luces de varios colores, bombas que al tronar dejaban un zumbido en los oídos y cohetes que subían para reventar en lo alto.
Los canchinflines los fabricaban en la cohetería el Culebrón y Pedro González en su almacén El Arlequín -almacén muy distinguido por la calidad de sus productos- situado en la Calle del Arco a tres casas del costado de la Farmacia Fénix, vendía de fábrica, cajitas de fósforos de colores, de estrellitas y paquetes de cohetes de veinte unidades envueltos en papel rojo, que reventaban con estruendo porque estaban fabricados con pólvora canche muy potente y paquetes de cien unidades de cohetes pequeños que apenas hacían «puf» por lo que se podían quemar en las yemas de los dedos sin causar daño. Los patojos les decíamos, «peditos de vieja» por lo suave que sonaban.
Yo mismo hice de cartón, las cajitas de fósforos de colores y de estrellitas. Adorné los canchinflines con papel de china y disfruté mi hazaña de cohetero o pirotécnico.
Para una Navidad, hice una granada copiando su estructura de las que veía en la plazuela de Ciudad Vieja, en la fiesta de la Limpia Concepción y cuando se quemaban de noche en la plazuela de La Merced.
Le puse canchinflines, bombas, estrellitas y luces de colores. Todo un espectáculo en el patio de la casa y fue tal la fuerza que alcanzó, que el palo que servía de eje se aflojó y la granada terminó dando vueltas en el suelo.
Todo marchaba de maravilla hasta una tarde cuando preparaba la pólvora para la festividad de los Santos Reyes. Froté muy fuerte la mezcla del carbón de pino con los demás elementos, que por ser de fácil combustión, dio un fogonazo y al tener la cabeza inclinada hacia el mortero, la cara recibió todo el impacto del fuego. Alcancé a decir: ¡me quemé!. Mi madre corrió presurosa y me cubrió la cara con su delantal. Un momento después lo retiró y emocionado le dije: veo.
La cara estaba ennegrecida. Se quemaron las pestañas, las cejas y las puntas del copete. ¡Tremendo susto para mi madre y también para mí! Todo sucedió en un instante.
Con agua tibia me limpió la cara y me untó una crema especial. Me vi al espejo y me sorprendí de ver otra cara diferente que asustaba a cualquiera, no muy distante de la original.
Juntamos todos los cacharos quemados y lo demás lo dejamos como que si no hubiera pasado nada. Sin embargo, había que esperar las medidas que iba a tomar mi padre cuando se informara. Así fue. Una reprimenda y dar de inmediato por terminada la hazaña. Esa misma tarde se desbarató el laboratorio. En el sitio se quemó todo el material pirotécnico y recogió el querido libro que jamás he vuelto a encontrar.
Seis meses después, padecí de una eczema en la cara que me tuvo recluido un mes. Mi hermano Julio Alberto, preparaba la crema que todas las noches me untaba mi mamá. Estaba hecha a base de zinc. Quizá por eso, mis mejillas lucen lozanas, sin arrugas aun con aires quinceañeros. Parecen dos nalguitas de niñito recién nacido. Lisas…lisas?lisas.
Tiempo después, el oculista encontró partículas de carbón en los ojos. Me sometí a un tratamiento de cauterización y fue mucho tiempo después que empecé a usar espejuelos. Por supuesto que las líneas de la cara mejoraron.
Esa travesura sucedió cuando estaba en la edad de los sueños y los desafíos. ¿Era un joven intrépido que no medía las consecuencias o un joven que se lanzaba a las grandes aventuras de la vida?