Una talacha por el país


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El déficit de vivienda en Guatemala ronda la cantidad del millón quinientos mil habitaciones, según la Cámara Guatemalteca de la Construcción. Este agujero se alimenta por varios factores, algunos históricos y otros coyunturales. La gran área metropolitana rebalsa de personas y automotores y el mismo efecto parece irse replicando en otros centros como el de Quetzaltenango, en Escuintla, Chimaltenango o en Cobán.

Julio Donis


Hay muchos carros sin calles y muchas personas sin casa, las nuestras son ciudades sin dignidad. Desde que tengo memoria recuerdo que la aspiración de la familia siempre fue obtener la preciada casa propia, algo tuyo decían los mayores, algo para dejarle a los hijos, o la última morada en la que se pueden terminar los días de la vida, un lugar digno donde concluir. Al crecer observaba que el mismo anhelo se cruzaba en todas las familias, el de adquirir una vivienda propia se convertía en ese gran proyecto, en esa súper deuda que algún día había que enfrentar. En los sesentas y setentas, en la bonanza del mercado común centroamericano con un Estado aún musculoso y con presencia, se creó el  Instituto de Fomento de Hipotecas Aseguradas –FHA–, institución estatal descentralizada cuyo objetivo primordial era facilitar la adquisición de vivienda a las familias guatemaltecas, a través de asegurar la inversión en financiamiento a largo plazo que otorgan las entidades financieras. El FHA era la opción de compra de vivienda, a través de la liberación de gravamen hipotecario, construcción en lote propio así como la cesión de derechos. Con la privatización del poco Estado que tuvimos, eso terminaría convirtiéndose en otra entidad permeada por el mundo de lo privado. A partir de los noventas con el auge del capital financiero, los proyectos habitacionales para una clase media difusa brotaron, la nueva clase financiera empezaba la inversión de sus dineros en proyectos habitacionales. Esos se caracterizaron por tres elementos: diseño serializado y por lo tanto una estética uniformizante; el otro elemento era un precio aparentemente blando pero que escondía una deuda que ahogaba en poco tiempo al ilusionado comprador; y finalmente cero o casi cero planificación urbana. Los efectos más perversos de esas inversiones los vemos hoy a lo largo de la calzada Roosevelt o en las áreas aledañas a la carretera a San José Pinula, la que la mayoría llama Carretera a El Salvador, un mundo aspiracional que esconde un infierno urbano. Luego las empresas constructoras identificaron que había otros estratos de la población a los que se podía succionar el cuello si reducían el área construida por casa, de esta manera maximizarían el número de residencias serializadas aun y cuando tuvieran que bajar un poco el precio. Eso se complementó con acabados de baja calidad y servicios urbanos pésimos que hacían vulnerable en poco tiempo los lugares, convirtiéndolos en zonas marginalizadas y depauperadas.  La semana pasada cientos de jóvenes pedían dinero en las calles para llevarles un techo a familias de escasos recursos, a través de una experiencia de alto impacto físico y emocional (así reza su sitio web). La propuesta implica literalmente un techo de lámina, piso y paredes de madera en un espacio reducido de 3 por 6 metros que no incluye baño; está pensado como vivienda transitoria (es decir permanente). Compruebo que la irrupción de lo privado se afianza, y ahora a través de una  lavandería de conciencias que utiliza a miles de chicos que jamás se preguntarán por qué deben hacer colectas para una campaña de empresas privadas, para una necesidad que debería ser cubierta por el Estado público. Esos chicos que creen que los clavos se convertirán en oportunidades pronto tomarán el lugar de sus padres, replicando ese círculo que enaltece el valor de lo mío, de lo privado, mientras el bien común desamparado por lo público, debe conformarse con una legislación para la vivienda y la promesa del Gobierno que se conseguirán recursos.