Los diputados tienen que cumplir una función esencial: decretar leyes. Esa función les confiere calidad de ser legisladores; calidad que tiene superlativa importancia en una sociedad que pretende estar jurídicamente constituida. Empero, los diputados deben decretar las mejores leyes, y no las peores. Ahora bien: si los diputados son imbéciles, decretarán las peores leyes. ¿O es posible que, por alguna fabulosa causa misteriosa, diputados imbéciles decreten las mejores leyes?
Precisamente ahora que el Congreso de la República contempla reformar la Ley Electoral y de Partidos Políticos, es oportuno proponer una reforma de esa ley, que brinde la opción de elegir diputados inteligentes. La reforma consistiría en que un requisito para ser candidato a diputado fuera someterse a una prueba que mida el grado de inteligencia.
La prueba podría ser psicológica, o podría ser biológica. La prueba psicológica mide la inteligencia por medio de la solución de problemas. Es el caso de la prueba de Binet y Simon. La prueba biológica mide la inteligencia por medio de la anatomía y fisiología del cerebro. Es el caso de la prueba de Alan y Elaine Hendrickson (que mide la amplitud y la frecuencia de las ondas cerebrales).
Someterse a una prueba de inteligencia sería un requisito necesario para ser candidato a diputado; pero tener por lo menos un determinado grado de inteligencia no sería un requisito necesario, porque todo ciudadano, por mandato de la Constitución Política, tiene derecho a ser electo.
El Tribunal Supremo Electoral aplicaría la prueba de inteligencia; y la información sobre el producto de la prueba, es decir, sobre el grado de inteligencia de los candidatos, estaría públicamente disponible. Entonces los electores podrían saber, por ejemplo, quiénes tienen una inteligencia tan escasa que están próximos a una espantosa idiotez; o quiénes tienen una consoladora inteligencia normal, o quiénes tienen una inteligencia tan abundante, que están próximos a una asombrosa genialidad.
No necesariamente los partidos políticos propondrían a los candidatos más inteligentes; pero por lo menos los electores podrían saber cuál es el grado de inteligencia de cada candidato propuesto por cada partido político. Tampoco necesariamente serían electos los diputados más inteligentes; pero por lo menos podría saberse cuál es la composición del Congreso de la República, en función de la distribución estadística de grados de inteligencia de los diputados, y hasta podría ser calculado el grado de peligrosidad del ejercicio del poder legislativo del Estado.
Una mayor inteligencia de los diputados es una condición necesaria pero no suficiente para decretar las mejores leyes. No es suficiente porque adicionalmente deben concurrir por lo menos dos condiciones. La primera es la idoneidad jurídica para desempeñar la función propia del legislador. La segunda es la moralidad necesaria para decretar únicamente leyes justas (por ejemplo, leyes de las que puedan beneficiarse todos los ciudadanos pero no sólo algunos). Es decir, idealmente el diputado tendría que tener por lo menos inteligencia, idoneidad y moralidad. Lamentablemente, la medición de la idoneidad todavía tiene que ser confiada a la fortuna, y la medición de la moralidad todavía tiene que ser confiada a la esperanza.
Post scriptum. El ciudadano que pretendiera ser candidato a diputado, y sospechara que una prueba de inteligencia delataría su idiotez, podría abstenerse de ser candidato, e imaginar que la patria sufre por la idiotez pero festeja la abstención.