Una iglesia vapuleada


eduardo-blandon

Las recientes protestas españolas en Madrid en contra del uso de los impuestos para apoyar un encuentro religioso, el de los jóvenes con el Papa, (esa parecí­a ser una de las consignas más repetidas en las manifestaciones callejeras), ha puesto en evidencia una vez más, el odio visceral hacia lo religioso y la intolerancia extrema hacia todo lo que huela a sacristí­a.

Eduardo Blandón

 


Si se hace una lectura desde lo que escribe Jacques Le Goff en La civilización del occidente medieval, en relación al poder de la Iglesia Católica en la Edad Media y su dominio cuasi absoluto no sólo en el ámbito espiritual, sino particularmente y sobre todo en el poder temporal,  se entiende tanta irritación dolorosa que hoy los cristianos deben cargar muy estoicamente por los desmanes del pasado.
 
      Le Goff dice: “Se puede observar que el cristianismo funciona entonces en dos niveles diferentes (en la Edad Media): como ideologí­a dominante apoyada en una potencia temporal considerable y como religión propiamente dicha. Desestimar cualquiera de estos papeles llevarí­a a la incomprensión y al error (…) La conciencia más o menos clara que tiene la Iglesia de la puesta en tela de juicio de su papel ideológico la conduce a ese endurecimiento que se manifestará en la caza de brujas y, más en general, en la difusión del cristianismo del miedo”.
      
      Es la represión la que motiva los anhelos de libertad y la lucha por la emancipación.  La religión cristiana tuvo su noche oscura y provocó un sentimiento del que todaví­a la humanidad no se recupera.  El odio visceral hacia ese padre malvado que aplastó e impidió el desarrollo de la vida, es lo que estimula a asesinar a ese providente maldito e injusto.  Tanto odio quizá se puede descubrir en diversos textos escritos a lo largo de la historia humana, desde los de Voltaire (o antes, muy seguramente), pasando por los de Nietzsche, hasta llegar a los de Fernando Vallejo. Este escritor colombiano, en La puta de Babilonia, testimonia lo que he dicho, así­:
      
      “La puta, la gran puta, la grandí­sima puta, la santurrona, la simoní­aca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los 20 mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indí­genas de América…”
      
      Todo parece que vivimos dí­as de desahogo y, según la ley del péndulo, debemos reconocer que tanta intolerancia llega a niveles tan irracionales como los que mostró la Iglesia Católica en la Edad Media. ¿Cómo sosegarse y calmar los ánimos?, ¿cómo aprender a tolerar a quienes desean expresar su fe a través de manifestaciones públicas?  Es un tema que vale la pena considerar.
      
      La crí­tica siempre es bienvenida y vale la pena acostumbrarse al debate y a la discusión, pero desde niveles de apertura y diálogo honesto, sin prejuicios. La Iglesia misma en su interior debe acostumbrarse a escuchar y no ser tan soberbia (como lo ha demostrado con creces en su penosa historia eclesial). Quizá les convenga a los cristianos releer el consejo que Hans Kí¼ng en su libro Para que el mundo crea, le dirige a un joven para animarlo a la crí­tica y a la acción en la Iglesia de la que forma parte.
 
      “Como ves, no basta con «tragar» ni tampoco con criticar. Debe añadirse a esto la acción, para que el mundo crea. Suprimir lo que nuestro Señor no quiere que haya en nuestra Iglesia. Hacer lo que nuestro Señor reclama de nuestra Iglesia. Los quehaceres no faltan. ¿Quieres tú también hacer algo? Piensa cómo puedes hacerlo”.