Una historia real


Doña Calixta es una mujer de la montaña de Santa Marí­a Xalapán, que con sus 70 años es jefa de una familia compuesta por cinco hijos, varios nietos y dos bisnietos. De tres hijos que viven con ella, dos tienen padecimientos mentales. Su nieta, la que le dio dos bisnietos, es una madre soltera, e hija de una de las enfermas mentales que sufrió abuso sexual.

Juan Pablo Ozaeta

La montaña de Santa Marí­a Xalapán es parte de la cabecera de Jalapa, y este municipio es clasificado como de alta vulnerabilidad nutricional. Allí­ las sequí­as ponen en riesgo la alimentación de su población, y derivado de esto, las estadí­sticas señalan que un 17% de la niñez censada en este municipio tiene desnutrición severa.

En la casa de doña Calixta pudimos comprobar el riesgo alimentario de estas comunidades. En su tierra ellas siembran una tarea de 15 brazadas de maí­z, que no les alcanza para alimentar a las nueve personas que viven en su casa durante todo el año. Por tanto, doña Calixta, su hija que no tiene padecimientos mentales y la nieta, aprovechan los tiempos de cosecha de las fincas cafetaleras para ganar un dinero adicional para comprar la comida que ya no pueden tener de su propia tierra. No tienen otras oportunidades de trabajo considerando que ninguna persona que vive en la casa ha podido concluir tan siquiera un año escolar. La vulnerabilidad alimenticia tiene que ser un factor para que ocurra lo que ellas narran así­: «Fui a la escuela pero no aprendí­».

Tienen que despertar a las cuatro de la mañana para llegar antes de la siete a las fincas de café y regresan a su casa cuando empieza a anochecer. La mayorí­a de personas jornaleras corta un promedio de un quintal por dí­a. Se les pagan Q35 por quintal (unos US $4), mientras que doña Calixta con sus 70 años ya sólo puede cortar medio quintal. Hace una jornada muy extensa por Q17.50. No está demás recordar que el salario mí­nimo por jornal agrí­cola es de Q60.

Cuando la mayorí­a de hombres viven en esa situación de pobreza no suelen combinar su intenso trabajo agrí­cola con el cuidado de la familia. Pero estas mujeres, doña Calixta, su hija sana y su nieta, tienen que organizarse para cuidar dos enfermos mentales y varios niños y niñas, y encima garantizar que no falte la comida.

Por lo que escuché esta región está dentro de las priorizadas por los programas de Cohesión Social. La población ha inscrito a la niñez en las escuelas por ser el requisito para recibir las transferencias condicionadas. Quien sabe cuánta deserción escolar haya después, con la mala alimentación que tienen y la falta de infraestructura. De programas de asistencia agrí­cola no saben todaví­a nada.

Doña Calixta, mientras limpia el café que obtuvo de sus cuatro matas me cuenta que ha firmado muchas hojas de listados, pero está decepcionada porque la ayuda que le ofrecen al final nunca se la dan. -«Yo por eso ahora ya no quiero firmar nada», dice. No extrañarí­a que varios de esos listados sean listas de afiliación a partidos polí­ticos.

Espera con el dinero de las transferencias condicionadas, botar las cuatro matas de café y hacer levantar otra casa en ese pedazo que le queda, para sus hijos que no viven con ella. Piensa que ya va a morir, y quiere dejar una casa a sus hijos, aunque sea de paredes de cañas de bambú.

Esta es una historia real, que comencé a relatar la semana pasada con las esperanza que pueda causar indignación, casi tanto como la novela Rosenberg, o la de más rating actualmente, la de Alfonso Portillo. La injusticia social trae más muerte que estas novelas polí­ticas, pero ¿por qué no hay más voces de rechazo?