Una historia de vecindario


Era la historia de dos gatos, intrépidos, de buena casa, de dueños reales, uno se llamaba Simón y el otro George. Viví­an en el mismo vecindario, sin querer, en el mismo mapa. La casa de George era grande y su patrón por la forma de pensar habí­a logrado formar un imperio majestuoso. Tení­a una extensión extraordinaria, con bellas lagunitas, con lomas de jardí­n, con bosques ligeros y bellezas naturales y artificiales que anonadaban a las visitas. Frecuentemente invitaba a sus amiguitos a visitarlo, a saludarlo, a adularlo y tanto fue la adulación que llegaron a reverenciarlo.

Carlos Mejí­a, ccwmd@yahoo.com

í‰l los premiaba con obsequios modestos, pero para el pobre todo tení­a valor. George se volvió loco con tanta adulación, con tanto poder, con tanta extensión de decisión; se volvió siniestro, oscuro, y se escondí­a en sonrisas y regalos.

Simón no se quedaba atrás, también tení­a una casa respetable, de buen tamaño, con lugares preciosos, con cascadas bendecidas de aguas claras, gozaba de lo que la buena tierra producí­a, y del fondo de ella un goloso lí­quido negro emanaba, con abundancia divina.

Su vida en los primeros dí­as de su existir (de gatito) habí­a sido llena de marañas y cambios bruscos, habí­a pasado por distintas manos en corto tiempo y gozó del talento de un soñador que deambuló por sus planicies de manera brava, con gallardí­a de caballero azul.

Viví­an aparte, George al norte donde el frí­o impera un poco más y Simón un poco más al sur, donde el calor se vuelve ritmo, donde la sangre es más ligera y la faena es más breve.

Se conocieron a mediana edad. George le mandó regalos y Simón los aceptó, convidó Simón en reciprocidad, su goloso lí­quido negro, lo único que tenia para dar. George se volvió adicto al brillo y viscosidad del lí­quido negro, ni poco ni mucho fue suficiente para su imperio.

El saludo cordial de Simón lo confundió George con la sucia adulación de los otros amigos serviles y vanos. El imperio de Simón creció con el tiempo, con esfuerzo, con las regalí­as directas de la venta y comercialización del lí­quido. Todo fue hacia arriba y por un buen perí­odo las relaciones siguieron igual, con tolerancia, con escuetas asperezas, pero al final el mismo resultado. George fue perdiendo el sentido de la realidad y buscó atraer a aquellos que no habí­an querido ser sus amigos, se fue al otro lado del rí­o y no encontró amigos, ellos viví­an sus propios dramas, dramas de entera veneración al sol y a la luna, de entrega total. George los vio raros, los sintió fuera de realidad completamente desquiciados y la amistad que buscaba le trajo golpes, sufrimiento y una que otra lágrima.

Debido al viaje habí­a perdido energí­as, y se veí­a débil.

Mientras eso pasaba con este gato blanco, el otro, el café usaba la misma estrategia que al inicio usó George, comprarse amigos, con obsequios, con regalitos, con cortesí­as y sonrisas.

Con tanta inversión juntó tres o cuatro, talvez cinco gatos ralos.

Entre el ir y venir del buscar amigos, Simón encontró una boinita roja, bonita y a su medida. Con ella se volvió presumido, pero también le dieron ganas de cantar, y de retar a los otros gatos menores, no bastándole con estos, buscó retar al blanco poderoso, al de la inmensa propiedad, pero como el otro estaba entretenido en otras cuestiones no encontró eco su osadí­a.

Armó su filosofí­a copiada de otro de éxito parcial, de otro ser, de un fenómeno de ser. Tomó un nuevo color. El abandono del gato blanco hizo que algunos gatos pobres se abocaran a Simón, él los cuidó, les ofreció su dulce, y ellos necesitados, con hambre y con la ambición de cualquier ser, aceptaron. Dos caras. Al regresar el blanco de George, su maullido no fue leve, fue agresivo y directo. Aceptó el reto y de lo verbal se pasaron a lo económico, amenazaba Simón con no dar el sabroso elí­xir y así­ hacerle daño. Nada pasó. Siguieron las asperezas y un buen dí­a George se cansó de los agresivos y punzantes maullidos del intrépido Simón.

Reunió el ya cansado George a sus falsos amigos y en oscuridad total decidieron desaparecer al revoltoso. Lo planearon a la perfección, pero lo que no sabí­an era de la enfermedad que aquejaba a Simón, la paranoia. (El pobre no dormí­a, miraba sombras y presentí­a que lo querí­an dar en adopción a la muerte)

Ejecutaron el plan y falló porque Simón no dormí­a, estaba siempre alerta y rodeado de otros seres, un poco más leales, un poco más legales. Ese fue el detonante para una de esas guerras de gatos, donde corren por el tejado, sin compasión, donde saltan por los árboles como primates calientes, donde maúllan dí­as y dí­as. Enflaquecieron hasta que el hueso tocaba las costillas, hasta ser más orejas y colas que cuerpo y cabeza. Causaron tantos destrozos que los dueños, los amos verdaderos se pusieron a pensar y entre consulta y meditación decidieron sacarlos de sus casas, no sin antes caparlos para que su calentura de todopoderoso se les enfriara. Qué tristes quedaron los dos, el blanco y el café, el del norte y del sur, ¿Y los amigos? Se preguntaron los dos. ¿Dónde quedaron los amigos?