En ese día se manifestarán imponentes portentos en el cielo. Habrá truenos, relámpagos, luces. El retorno de Cristo se anuncia con todo el esplendor que corresponde al Rey del Universo. Bajará en medio de las nubes a imponer su reino según lo vienen anunciando desde el Antiguo Testamento el profeta Daniel, el evangelista Mateo y el Libro de las Revelaciones. Esa será la segunda venida de Jesucristo. Muy diferente a la primera venida sin la cual esa segunda venida no tendría sentido.
Jesucristo, como enviado directo de los cielos, como Hijo de Dios, pudo hacer su primera aparición como quisiera. Pudo ser transportado en un cometa u otro cuerpo sideral; descender de manera dramática y acompañado de sonoros truenos. Pudo emerger de las olas del mar Mediterráneo o en medio del lago de Genesaret. Pero no. Escogió el calor de una familia. Las únicas concesiones extraordinarias a su nacimiento fueron la virginidad de su madre y la estrella precursora que apareció en los cielos; igualmente puede considerarse especial la visita de los reyes de oriente y sus ofrendas simbólicas. Por lo demás Jesús vino al mundo con la sencillez de todo recién nacido, tierno, indefenso, inocente.
Se ha reflexionado mucho y escrito en abundancia respecto de los aspectos de su llegada como niño pobre, forastero, sin refugio. Todo ello está bien, pero quiero referirme más al aspecto de la familia. Cristo escogió venir en medio de una familia integrada conforme los principios prevalecientes en la normativa bíblica y las costumbres judías. Una familia que podemos calificar de natural, normal, según los preceptos de esa época, mismo que, en su esencia, han prevalecido a lo largo de los siglos. Un padre, una madre y una criatura nueva que esperan desde hace meses con mucha expectativa pero, sobre todo, con mucho amor. Cristo, recién nacido, fue inmediatamente cubierto con pañales y alimentado por su madre. En ambos hechos se recoge el amor maternal, ilimitado y absoluto. Por lo tanto, cuando celebramos la Navidad también, por extensión, rendimos un tributo a la familia, a ese núcleo básico de cualquier sociedad humana a través de todas las edades.
La verdadera esencia de esta festividad no depende de cosas materiales. Quienes más festejan las navidades son aquellos que la celebran en medio de una familia armónica, unida, integrada, por muy humilde que sea. Por el contrario crece en otros la nostalgia por la ausencia de los seres queridos, ya sea porque estén lejos o porque se hayan anticipado en el viaje sin retorno. Y más se sumergen en la melancolía quienes, por cualquiera que haya sido la causa, no han sabido integrar o unificar a una familia; igualmente lamentan quienes se decepcionan al confundir el regocijo navideño con las comilonas y regalos. Son pues días que se reciben de diferente forma: de recogimiento y regocijo, de añoranza para otros o de honda tristeza.
En todo caso la Navidad es también un momento propicio para reflexionar sobre ese inconmensurable misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. El poeta alemán Novalis dijo que “un niño es el amor que se ha hecho visible”. Ello aplica en general, pero en este caso tiene una connotación muy especial que cobra dimensiones universales. Es el amor de Dios que se ha hecho visible a toda la humanidad. Feliz Navidad a todos.