Anoche murió mi padre, Oscar Marroquín Rojas, luego de una larga vida en la que me enseñó el apego a los principios y mi devoción por la justicia social. Regresando de un viaje, al salir del aeropuerto me notificaron que su salud se había deteriorado rápidamente y tuve la suerte de llegar a su casa horas antes de que muriera para compartir con mis nueve hermanos ese momento sublime en que todos pedíamos que tuviera una muerte tranquila y serena, bendición que fue la última de las muchas que recibió en vida.
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Anoche mismo un amigo me decía que perder al padre cuando uno tiene sesenta años de edad es grato porque significa que se compartió mucho. Yo compartí muchísimo con mi padre y salvo los últimos años, en los que factores externos nos separaron alterando una relación que fue entrañable, puedo decir que en mi vida tuve los dos mejores maestros que alguien pudiera haber querido tener. Mi abuelo me enseñó a querer a Guatemala, me hizo comprometerme con la lucha por la libertad y la verdad, mientras que fue mi padre quien me enseñó con paciencia y dedicación no sólo los rudimentos del periodismo, materia en la que fue un maestro que formó a muchísimos comunicadores de distintas generaciones, sino que además me inculcó el sentido de la justicia social, de la necesidad de trabajar por los que menos tienen y promover sistemas en los que se puedan generar oportunidades para todos los seres humanos.
Durante años fuimos más que padre e hijo, librando batallas comunes y disfrutando de veladas en realidad inolvidables. No había sábado en el que no compartiéramos en mi casa junto a mis hijos de reuniones en las que sus anécdotas eran el centro de la atención. Todos los temas habidos y por haber se discutían a profundidad y con apasionamiento, en lo que fueron lecciones de respeto a cualquier opinión sustentada en algún compromiso.
La vida de mi padre no fue para nada fácil, puesto que le tocó una infancia terrible por el exilio de su padre y las funestas consecuencias de esos catorce años de separación. Luego le tocó vivir bajo la sombra de una personalidad apabullante y respetada por tirios y troyanos.
Nunca la vida de los hijos de grandes hombres ha sido fácil porque se les compara y se pretende de ellos que sigan fielmente la huella dejada, lo que generalmente no es posible. Pero en medio de esas dificultades, mi padre supo llevar su vida de una forma tal que, con demasiada frecuencia, decía que él, como el poeta, no tenía más que decir que: «Confieso que he vivido».
«Vida para ser eterna», repetía en esas veladas de música, anécdota, debate e historia. Y es que realmente gozaba su vida y la vivía intensamente. Hace muchos años que sentía que la vida se le escapaba entre las manos y nos decía que la vida hay que gozarla porque cuando uno siente, «se va como chupón de puro».
Mucha gente reputaba a mi abuelo como uno de los grandes conocedores de la historia universal y de la historia de Guatemala en particular y, sin demeritar a Clemente Marroquín Rojas, puedo decir que los conocimientos de mi padre eran posiblemente superiores. Pocas cosas le apasionaban tanto como el conocimiento de la historia y la oportunidad de explicarla y enseñarla a otras personas.
Jóvenes reporteros se quedaban horas enteras escuchando sus lecciones, porque siempre les decía que no se podía ser buen periodista sin conocer la historia.
Tuvo sus debilidades y errores, como las tenemos todos, pero a su manera, muy a su manera, vivió una vida plena gracias al apoyo que siempre, en las buenas y en las malas, recibió de mi madre. Hoy, cuando escribo estas líneas, los vuelvo a ver juntos, como aquella tarde para mí inolvidable del Nimajay en La Antigua, agarrados de la mano tarareando el Ferrocarril de los Altos.