Rodolfo, tímido como era, pero locuaz mental, consideraba cada movimiento del sentimiento como estratega de ejército. Si me voy, pensaba, ella tiene como mínimo dos posibilidades: esperarme cual alma enamorada o probar suerte con tantos hombres como el tiempo se lo permita. Sopesaba sus actos y calculaba efectos con escrúpulos, digno de enfermo moral. La duda lo corroía y no estaba seguro de su itinerario próximo.
Ella era distinta: retraída, dispersa y parca. Con un talento de bruja que la llevaba a adivinar el comportamiento predecible de Rodolfo. Su olfato era de chucho de escuela. La reencarnación de una catadora no de vino, sino de hombres. Sin embargo, su discreción contrastaba con la estructura exuberante de su cuerpo, con vocación hacia lo impoluto.
Su amor había nacido por accidente, pues él y ella eran un par de inútiles sentimentales. Y si ahora parecían felices, era por pura ficción al imaginarse ambos, afectos abstractos. Ella lo sabía, comprendía bien que el Rodolfo que ella amaba no existía: era efecto de sus emociones y su voluntad de amar. Él la amaba porque creía en la fuerza del destino, filosofaba y buscaba indicios, razones, números y cábalas y siempre concluía en la certeza que lo tenía ahora babeante.
Con todo, ese amor rosa tenía posibilidades de éxito. Era el típico amor de cuentos en el que los desgraciados encuentran la dicha. Y ya se puede adivinar el final: vivieron felices para siempre. Pero ahora, Rodolfo elucubra en su aventura y desconoce que nada en el mundo apartará a Rosa de su vida. Su periplo próximo lo tiene obsesionado, se siente Ulises, teme que una broma de la suerte lo separe de ella.
Y no es para menos. El cuerpo de ella ha sido siempre instrumento de pecado. Ni curas, ni monjes, ni ascetas, ni virtuosos han podido nunca abstraerse de su beldad. Rosa era lo más digno salido de las manos de Dios, tanto que muchos al tiempo que la contemplaban, volvían sus ojos al cielo, sea reclamándola para ellos o pidiendo perdón por lujurias vulgares y deshonestas.
Paradójicamente, era la estructura de ese cuerpo de fantasía lo que también volvía infeliz al príncipe. Rodolfo sufría con sueños en el que su doncella se prostituía o accedía al cariño de hombres mejores, siempre más numerosos. Al despertar se recriminaba porque en sus ficciones nocturnas, Rosa era una meretriz que ofrecía su amor gratis, sin más ganancias que su carita feliz por tanto erotismo pornógrafo.
De no haber sido por la carta que reencontró nuestro dudoso protagonista, su historia habría concluido diferente. La nota hallada, escrita el año anterior, en las mismas condiciones de ahora, decía brevemente así: “Amado mío, no sufras. Vete tranquilo, emprende tu viaje. Piensa (medítalo y convéncete) que yo estaré contigo todo el tiempo y aunque no fuera así y sospecharas mi ausencia, considera que este mundo es el mejor de todos y no cabe otra cosa que tú y yo juntos”.