Un ser llamado Vallejo


César Vallejo, poeta peruano nacido en 1892, y fallecido en 1938. Es uno de los mejores exponentes de la vanguardia poética latinoamericana, y precursor de la posvanguardia.

Bastará decir Vallejo (Perú, 1892 – 1938) y sabremos de inmediato que se trata de un alma ávida de infinito, sedienta de verdades inescrutables. La creación es en él, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Porque se trata de un poeta que aspira a expresarse pura, y hasta podrí­amos decir en el mejor de los sentidos: inocentemente. Aunque sus poemas sean a veces intrincados pentagramas de la más hermética belleza. Se despoja, en todo caso, de todo ornamento retórico, desvestido de toda vanidad literaria. Para llegar a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un mí­stico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. Como afirmó Antenor Orrego después de haber publicado «Trilce» (1922): «César Vallejo encontró en su propia vida la esencia de su discurso poético».

Jaime Barrios Peña

Vallejo es un peregrino de la esperanza que no arribó jamás al puerto anhelado. Un auténtico mestizo en el viaje por la vida y por la poesí­a. Su mestizaje encierra dos básicas libertades: la de Atahualpa y su pueblo, y la del Quijote y su mundo. Mutación cultural en un hombre del siglo XX con sueños de viejas edades y asombrosas proyecciones hacia el devenir.

Hay también dos tareas vitales en Vallejo: la lucha polí­tica en favor de las clases marginadas para el logro de una sociedad más justa, y la formulación de una respuesta a su fragilidad social como pobre él mismo y como emigrante. Su obra poética y narrativa responden a estos ideales. Realismo social, cuando es narrador, y una poesí­a ontológica de profundidad subjetiva, inmersa en el entorno vanguardista de su tiempo.

Dice Vallejo: «Comparto mi vida entre la inquietud polí­tica y social y mi inquietud introspectiva y personal, y mí­a para adentro». Con absoluta sinceridad y sin estridencias en su errabunda existencia, fue sin duda un escritor total; poesí­a, novela, cuento y ensayo. Y como una figura anticipada, utilizó en su discurso la simultaneidad en la acción, adelantándose al arte de nuestro tiempo: el cine. Vallejo será siempre contemporáneo.

Fue injustamente acusado de crí­menes no cometidos, encarcelado y difamado abandonó para siempre su Perú natal y en su exilio y peregrinaje por Francia, Unión Soviética y España, produjo obras de absoluto valor, representativas y originales. Su novela «El Tungsteno» (1931), se ha considerado, dentro del «arte revolucionario», como una novela representativa de la literatura realista proletaria. «La forma del arte revolucionario debe ser lo más directa, simple y descarnada posible. Un realismo implacable. Elaboración mí­nima. La emoción ha de buscarse por el camino más corto y a quemarropa. Arte de primer plano. Fobia a la media tinta y al matiz. Todo crudo -ángulos y no curvas?, pero pesado, brutal, como en las trincheras», nos dice con toda crudeza en su ensayo «El arte revolucionario».

Su obra es de gran creatividad semántica y conceptual y se puede ubicar dentro de los grandes y conmovedores mensajes de un héroe trágico de nuestra contemporaneidad, ante la injusticia económica y social de nuestros pueblos, sumidos en la marginación y la explotación de parte de los grupos de presión económica y las elites emergentes de poder. Vallejo optó, como él decí­a, por la acción y ésta se canalizó en el discurso contestatario y la denuncia de la injusticia de los poderosos frente a los pobres. Su decisión en medio de su profunda soledad e incomprensión reviste caracteres heroicos en la historia de nuestra Latinoamérica y también a aquella España que presagió vencida por las huestes francofascistas («España, aparta de mí­ este cáliz», 1939).

En sus dos luchas, consigo mismo y con el ambiente, entre sus ideales y la represión de las fuerzas destructivas, la vibración de su canto parece evocar la reflexión de uno de los más grandes personajes trágicos: Edipo, cuando desesperado en Colona da sentido a su historia y dice: «Â¿Acaso es ahora, cuando nada soy, que me convierto en hombre?» La introversión máxima lo acerca a su ser auténtico despojado de artimañas y máscaras, sólo entonces se libera de culpa y alcanza su legí­tima verdad. Recordemos sus versos: «Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir: yo lo decí­a. Casi toqué la parte de mí­ todo y me contuve con un tiro en la lengua detrás de mi palabra».

Se podrí­a continuar por la ví­a alucinante de la poesí­a de Vallejo, por donde no se pierde nada, ni siquiera el tiempo y su fin incierto y cierto. En César Vallejo, la combinatoria de su mestizaje le conduce en su exilio oní­rico a una decantación luminosa; dimensión que rebasa el lí­mite de la ficción y se adentra en las fuentes nutricias y origen ontológico del sujeto. A cada momento nos conduce en sus construcciones a un autóctono significado: la existencia humana como ser para la muerte y la libertad de asumirla. En este sentido, considero que es un precursor de una visión del mundo de peculiares formas nativas de mestizaje, que se enlazan a los temas universales como herencia de la cultura precolombina.

Si me aproximo a la estructura generativa del discurso poético de César Vallejo, de inmediato tropiezo con una zona de disolución del lenguaje formal, en las letras y sonidos en donde la elipsis se impone, así­ como una lógica inconsistente del deseo. Se trata de la emergencia de una función del inconsciente, caracterizada precisamente por la no-contradicción, la intemporalidad que liga indiscriminadamente las épocas y las edades y hace prevalecer la simultaneidad que mencioné anteriormente. Peregrinaje por los bordes de la insuficiencia del ser, derivándose a su punto de angustia que conduce al escritor a la reelaboración en aparentes frases sin sentido y en el fantasma encubridor. Jean Franco ha llegado a decir al respecto que «Vallejo reelabora la angustia hasta la lucidez».

Para alcanzar una clara comunicación de este mensaje, no usa neologismos, sino se sirve de la exacerbación de la palabra en í­ntima dialéctica y la pone al servicio de la sensibilidad poética. Y el amor…, ¿qué pasa con el amor? se universaliza en un hogar soñado dentro de un mundo más justo y más igualitario.

Y al fin: La poesí­a de César Vallejo encierra un universo, una visión del mundo y una condensación de sí­mbolos en donde el nuevo sujeto mestizo se alimenta de la sabia de sus mitos primigenios que se expresan en idiomas extraños, directos, sin lí­mites, en suspensos, enigmas, contrapuntos y espacios intermedios de los opuestos, más allá del formalismo convencional y la arbitrariedad; allá donde habita lo no dicho hasta ahora y que nuestros antepasados aztecas, mayas e incas detectaron con profunda intuición en los textos precolombinos.

Ese espacio de la virtualidad del hombre y las cosas que sólo el mito, la poesí­a y la locura se atreven a alcanzar en los molinos de viento impulsados por fantasmas. En definitiva, la ví­a se nos hace luminosa en la interpretación del discurso poético de Vallejo, por el efecto de sentido que nos ofrecen las transformaciones y las distorsiones de su verdad personal y genérica al asumirse como ser trágico en la lucha por la libertad.

Creo en su sensibilidad e intuición, no así­ en el pesimismo que se le atribuye. Su lamento rebasa los lí­mites personales para adentrarse en el dolor de todos, en este sentido, la virtualidad de su discurso, que es también de Latinoamérica, nos conduce por senderos vivientes al núcleo mí­tico de nuestra historia, a la realidad del espí­ritu cuyo crecimiento es imparable. Si la vida espiritual es una ficción que se alimenta de signos por el lenguaje, la única forma de alcanzar la verdad es el grito, el desgarramiento y el rompimiento de la mediación, el contacto de ser a ser, sin arbitrariedades formales, en este plano ontológico César Vallejo encuentra su más propia excelencia. Su dolor en la reminiscencia de lo perdido se extiende en una envoltura genérica que llega hasta Dios:

«Siento a Dios que camina

tan en mí­, con la tarde y con el mar».