Un paí­s violento


No son los indicadores mundiales los que lo dicen. Es la vida diaria que afrontamos, la que nos lleva a aceptar con tristeza que Guatemala es uno de los paí­ses más violentos del mundo.

Héctor Luna Troccoli

Hay una gran cantidad de grupos sociales o personas individuales o minigrupos, reunidos bajo la sombra de las más diversas entidades de derechos humanos y contra la violencia, financiadas, ingenuamente, por paí­ses amigos que siguen el mismo estilo que las naciones desarrolladas: desembolsar fuertes sumas de dinero para realizar estudios y presentar denuncias ante la comunidad nacional e internacional.

Casi todos estos grupos, en una que otra ocasión, analizan las causas que son parte del problema de la violencia, sin descubrir el agua azucarada, pues repiten lo que ya todos sabemos: la pobreza, familias desintegradas, la violencia familiar, el entorno social en que viven, los amigos y amigas propensos al delito, el consumo y tráfico de drogas, factores genéticos y psicológicos de diversa í­ndole y entre todos, una sociedad que ya se acostumbró a las muertes con saña y violencia y creó una capa de indiferencia para atacar de frente el problema que no es solamente hacer una reingenierí­a en la Policí­a, el Ministerio Público, el Sistema Penitenciario y el Organismo Judicial, sino una reingenierí­a total y absoluta del Estado para rescatar valores y sepultar odios, rencillas, antagonismos y una división social en el aspecto económico educativo, de salud, de todo lo que implique una vida digna con trabajo y seguridad. La trillada frase de los que tienen mucho y los que no tienen nada aquí­ es una realidad concreta y apabullante.

Lo que más preocupa es que parece que el crimen organizado o desorganizado, tiene más inteligencia, más medios financieros y más «contactos» que el mismo Estado para que sean las instituciones de éste, la mejor forma de protegerse. Las estadí­sticas nos sirven sólo para darnos cuenta de lo mal que estamos, pero o no traen propuestas, o las que traen no son tomadas en cuenta por aquellos que tienen a su cargo la responsabilidad moral e institucional de enfrentarse con valentí­a a la violencia que nos atemoriza y amedrenta.

Vean ustedes cómo ningún ciudadano que observa a un hecho criminar trata de detenerlo o de denunciarlo, vean como testigos huyen de prestar una declaración, los elementos técnicos de una investigación son nulos, la corrupción es el pan nuestro de cada dí­a, para policí­as, fiscales, investigadores, auxiliares, jueces y magistrados de justicia. Son relativamente pocos, los que resisten un «cañonazo» de una cantidad X de dólares, moneda que se ha transformado en la preferida de los corruptos sin que queden huella de sus hechos ilí­citos.

Guatemala, en realidad, no sólo es un paí­s violento, es un paí­s con temor, desconfianza, indiferencia y lo que es peor, sin una esperanza de volver a tener instituciones confiables que permitan vencer esos temores.