Un paí­s decapitado


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Los cuerpos asesinados ya no son sólo por balas o por arma blanca, las ví­ctimas de hoy son por decapitación y por desmembramiento. Los motivos no son aislados y las razones dejaron de ser simples robos o delincuencia común; ahora se presume que también, como hace años, “en algo andaban metidos”; pero a diferencia de antes las razones no son por pensar una sociedad diferente, son por putrefacción y descomposición social.

Julio Donis

 


Los cuerpos sin cabeza yacen en la fosa vací­a de la precariedad, en un espacio de tiempo perdido por el Estado y aprovechado por poderes oscuros. La inquisición de hoy es para los nuevos brujos del crimen organizado y el narcotráfico, sus ejércitos son las maras y Los Zetas, y su organización es en carteles y clicas. Pero el Estado y su aparato de seguridad se ve incapaz porque el embrujo ha infiltrado sus paredes, ha permeado sus instituciones lo cual era predecible porque los muros eran porosos. El lado oscuro de la fuerza sedujo a la institucionalidad y el resultado de esta promiscuidad es terror desde el Estado y terror desde los nuevos nigromantes del vecindario que tejen redes de poder criminal. El recurso del estado de Sitio generalizado de los ochentas va hoy por departamentos, pero igual que antes el resultado es contraproducente; en el ambiente se empieza a extender un temor angustiante del que se habla callado porque los aparatos de inteligencia han puesto en marcha sus métodos, pero ahora no se sabe a servicio de quién.  Narcos y militares sentaron sus bases de negocio años atrás, pero la perversión se consumó en el tiempo de la paz acordada de la posguerra. Las responsabilidades sociales y públicas se le dejarí­an a la cooperación internacional mientras el poder oligárquico se encargaba de reducir y privatizar el aparato estatal. El poder militar habí­a preparado desde hací­a años su transición hacia la etapa “democratizadora”, porque el método bélico tendí­a a ser inviable ante la inminente victoria en la guerra. La relación de mutua conveniencia entre oligarquí­a y militares habí­a llegado a su fin porque le motif se habí­a conseguido. La autonomí­a que alcanzó la institución militar basada sobre una estructura con la capacidad de organizar y obtener un alto grado de obediencia de los afectados, a lo largo de un territorio controlado, le llevó hasta el grado de disputarle espacios de poder real a las élites económicas. Ambos poderes, tanto el rancio oligárquico como el autoritario militar jamás contaron con la lucidez de desarrollar un andamiaje de Estado como base para un desarrollo social y económico pleno. El segundo porque su poder a partir del monopolio de la fuerza basada en el terror y las armas, los llevarí­a a concentrar tanto poder como un Estado; y el primero por su práctica cuasi feudal y miope, tí­pica de las oligarquí­as atrasadas. En este contexto y a la vista de diez o doce clanes familiares, el territorio guatemalteco ha sido una finca monopolizada sin posibilidad de extender el consumo y la producción como pilares de un capitalismo moderno. La impunidad de los Widmann al amparo del imperio de la ley sobre una mayorí­a campesina en el valle del Polochic es ejemplo vivo.  En este contexto de finca, la irrupción del narco tanto local como foráneo era sencilla, estratégica, de gran botí­n. Tanto oligarcas como militares e instituciones de Estado vieron rebasadas sus propias ambiciones y hoy el resultado es la disputa del territorio por poderes inimaginables que no reconocen autoridad porque no la hay. Los nuevos mercaderes hicieron negocios con todos y la degeneración abrió las puertas del infierno. ¿Cómo va a perseguir un gobierno, sea el actual o el que viene, a un poder de tal envergadura, de tal saña? si la historia reciente embarga su propia legitimidad; basta saber de las historias que se presumen reales, como los caprichos de Figueroa y Sperisen de salir a limpiar la ciudad por las noches dejando una estela de muerte, que no son diferentes de la carnicerí­a de serbio Ratko Mladic. Vielmann y demás huestes eran representantes del Estado cuando cometieron sus desenfrenos. El significado de separar la cabeza del cuerpo implica la imposición de terror extremo, impone la sensación de temor inmovilizador, eso es lo que se respira en Petén y muy pronto en todo el paí­s. El libre albedrí­o en la finca ha aflojado los candados de la animalidad que apenas era contenida por el andamiaje institucional de leyes y aparatos de seguridad.