Como muchas otras personas, me siento consternado, indignado, impotente y preocupado por el nivel de violencia social que se vive en el país. Nunca antes, ni siquiera en los días difíciles de las dictaduras militares, de los regímenes autoritarios e intolerantes o del conflicto armado interno, vimos tanta muerte y dolor.
Parece que asistimos a una orgía colectiva de sangre. Ahora la violencia es tanta, que ya no conmueve. La población está tan acostumbrada a la muerte violenta y cotidiana de personas, que a veces los hechos pasan desapercibidos, son tan comunes que ya ni siquiera llaman la atención. En otras palabras, parece que la sociedad se ha vuelto indiferente e indolente.
La historia de Guatemala está llena de pasajes llenos de violencia política, proveniente de grupos y sectores dominantes que la han impuesto para detentar el poder político, implantar su proyecto de clase dominante y mantener el estado de cosas.
En el siglo XX la violencia organizada del Estado tuvo su máxima expresión, cuando se aplicó la Doctrina de la seguridad nacional y las políticas contrainsurgentes, que provocaron un saldo trágico de miles de víctimas y dejaron el tejido social guatemalteco desgarrado y todavía, polarizado.
Los tiempos del terrorismo de Estado, de la violencia contrainsurgente selectiva, sistemática e intolerante, fueron superados en diciembre 1996 cuando se firmó el acuerdo de paz firme y duradera entre el gobierno y las organizaciones insurgentes armadas, representadas por la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca URNG.
Se pensó que los acuerdos de paz son, el punto de partida para la construcción de un nuevo Estado y país, sustentado en la democracia participativa y la paz. Pero ahora, el costo social que conlleva la construcción de la democracia y la paz, pasa por otros actores a quienes no interesan los citados valores.
Debido a que en el país prevalecen altos índices de desempleo, exclusión y marginación social, así como de desnutrición crónica infantil, pobreza y extrema pobreza, han aumentado también la intervención e influencia de otros actores que contribuyen a la cultura de violencia. La incursión del crimen organizado, narcotráfico, trata de personas y contrabando de armas, hace más sensitiva la violencia social que ahora es deshumanizada y cruel.
Pero lo que sí debe golpear la conciencia nacional, es el cobarde asesinato de niñas y niños que ahora suele ocurrir con frecuencia, víctimas inocentes de criminales extorsionistas y secuestradores.
Lo penoso es que por diversos motivos, algunos irracionales y absurdos, gran parte de la niñez y juventud del país, está siendo sacrificada por el uso de la violencia. A causa de la cultura de violencia impuesta, se está reduciendo drásticamente la población infantil y juvenil, sea por la acción violenta de criminales o por la omisión del Estado derivada de las políticas de exclusión y marginación.
Esas muertes violentas y deplorables nos retratan ante el mundo como un país poco civilizado, de salvajes, donde predomina la barbarie y el desprecio absoluto por la vida, ante los ojos y paciencia de las autoridades que se muestran incapaces de controlar las acciones criminales.
Mi solidaridad con todas las familias guatemaltecas que lloran la pérdida irreparable de sus seres queridos. Como lo demandan amplios sectores sociales organizados, me uno al pedido de justicia.