Un monumento que se mantiene de pie


El sólido edificio de dos plantas construido conforme a los cánones de la época con más mezcla de arena y piedrí­n que de hierro continúa bien parado. La Facultad de Medicina fue una obra del gobierno del general José Marí­a Orellana, allá por 1924. Al pasar extraño la hilera de manzanotes espaciados a lo largo del frente a cada lado de la escalinata de acceso a la entrada principal, la copa de esos árboles llegaba a la altura del segundo nivel. Su estilo arquitectónico propio de la época se acerca a lo que se llamó Imperio Clásico Moderno, lí­neas rectas, amplios ventanales con vidrios en relieve y pocos ornamentos en el exterior, rematado por unas columnas rectangulares. Un edificio imponente, con su parqueo hacia el frente de la avenida en donde vigilaba el acceso la efigie del sabio Louis Pasteur y del Maestro Rodolfo Robles.

Doctor Mario Castejón

La Escuela ocupaba una manzana y daba cabida en su planta baja al Paraninfo Universitario en donde vivimos momentos emotivos tanto de estudiantes como de jóvenes profesionales los médicos de muchas generaciones. Yo lo recuerdo con particular emoción por varias razones: sentada junto al Magní­fico Rector de la Universidad de San Carlos doctor Carlos Martí­nez Durán -que sí­ era un Rector Magní­fico- estuvo la que luego fue mi esposa, Cristina Eugenia I Reina Universitaria en 1960; en ese lugar tomé posesión el 15 de septiembre de ese año de 1960 de la Presidencia de la Asociación de Estudiantes Universitarios, AEU. También ahí­ recibí­ el tí­tulo de Médico y Cirujano en noviembre de 1962 de manos de mi Maestro Dr. Carlos Monzón Malice apadrinado por dos personajes inolvidables: el licenciado Ricardo Quiñónez Lemus y el doctor Alfonso Wer Sagastume. Por último ahí­ dicté mi Primera Cátedra de Crecimiento y Desarrollo Humano en 1971 acompañado del inolvidable amigo doctor Gustavo Castañeda Palacios.

Lucí­a en sus dos niveles pisos de cemento marmoleado color gris y detrás del frontispicio un espacioso vestí­bulo completado a los lados por una amplia escalera de lado y lado que conducí­a al segundo nivel con sus dos corredores en uno de cuyos extremos estaban las oficinas del Decano y en el otro las de la Rectorí­a Universitaria y un Auditórium con cabida para trescientos estudiantes. Hacia atrás en sus jardines también sembrados de manzanotes con pasillos de cemento se extendí­an por un lado las instalaciones de la Facultad de Odontologí­a, nuestros inquilinos y por otro lado los Laboratorios de Parasitologí­a y Bioquí­mica. Al centro del amplio predio en la parte de atrás ya sobre la segunda avenida estaba el anfiteatro anatómico, lugar imponente y misterioso para los estudiantes de nuevo ingreso, con su hemiciclo para atender la cátedra y al fondo una hilera de cajas de metal conteniendo los cadáveres para disección que emanaban un caracterí­stico olor de carne vieja y formol. Don Rafa se encargaba de preparar los cadáveres para estudio, por lo general indigentes abandonados en la morgue y en el Hospital General, y asimismo iniciaba con maestrí­a las preparaciones que los estudiantes estábamos supuestos a completar. Un personaje de novela que por momentos nos parecí­a como el asistente del Doctor Frankenstein, que hací­a que todo funcionara y estuviera listo para la clase teórico práctica de Anatomí­a Humana con el doctor Mauricio Guzmán, un anatomista de la Escuela Francesa del que se decí­a que con los ojos cerrados podí­a reconocer cualquier nervio en una disección de cuello.

Justo atrás del anfiteatro cruzando la segunda avenida se veí­a la tienda de doña Estercita, una especie de cafetí­n micro donde cabí­an tres pequeñas mesas. Los estudiantes las abarrotábamos para gozar sus tostadas con frijol, enchiladas, panes con pierna o chiles rellenos, independientemente que algunos tení­amos el privilegio de tener crédito con la buena señora, era la viuda de un general de la época de Ubico que nos trataba como familia y nos conocí­a por nuestros nombres. Otros dos personajes formaban parte del inventario de la Escuela : Ricardo Ixcot, un indí­gena de Totonicapán de edad impredecible encargado de mantener los pisos relucientes quien era llamado «Cangrejo» y su quedar bien era perseguir «trapeador en ristre» a quien le gritara su apodo. El otro era «El Diablo Biguria» un alcohólico de rostro mefistofélico el cual inducido para recibir unas monedas se introducí­a en el aula preguntando al maestro cualquier tonterí­a.

Ahí­ dentro de aquellas paredes y de cara a la calle vimos transcurrir siete años de nuestras vidas y con esto nos enterábamos de todo lo que pasaba a su alrededor. Particular atracción era permanecer sentados en las gradas del frente esperando la llegada de los profesores y observando a las muchachas que caminaban contoneándose junto a un cerquillo de frutilla que bordeaba la acera. Esperábamos el dí­a de los exámenes la llegada del maestro correspondiente, para cuando este se iba acercando iniciar la desbandada y ocupar un buen lugar en el salón. También era de particular atractivo vigilar la clientela de los peluqueros de moda Pierre y Franí§ois, dos franceses que tení­an su Beauty Parlor en la acera de enfrente. Veí­amos entrar de todo: jóvenes, menos jóvenes y viejas y dentro de éstas algunas bellezas impresionantes cuyo paso era celebrado con silbidos. En ese espera y esperar sentados en las gradas, la tertulia con los compañeros intercambiando información sobre las notas de clase y sobre lo que pasaba en el mundo era obligada hasta que a media cuadra la campana de la Medalla Milagrosa nos avisaba del paso del tiempo.

Durante la época de exámenes los corredores de la Escuela permanecí­an iluminados y por grupos recorrí­amos los pasillos siguiendo al que leí­a y haciendo algún comentario, los thermos con café pasaban de mano en mano hasta la madrugada. Los apuntes eran tan valiosos como los textos, pues que tení­amos como maestros a lo más granado de la medicina de la época. Llegado diciembre la Escuela se cerraba para recomenzar el nuevo año y así­ sin sentir al llegar a la práctica hospitalaria estábamos la mitad de los que habí­amos ingresado. Para terminar pienso que la generación de cada quien es aquella con la que se comparten los años dentro de un perí­odo de tiempo y dentro de esos años también los recuerdos que van surgiendo al paso de esos tiempos vividos en la aventura de la vida.