Yo sabía que estaba postulado a la santidad, me pareció un premio justo y un ejemplo, días atrás leí un libro biográfico escrito por su hijo José Luis a la par de un coautor español: Ernesto Cofiño vistió en la Francia de los años veinte, el blanco delantal de los internos de los hospitales de París, una honra cuando la medicina francesa mandaba en el mundo. Se formó junto a los grandes, al lado del profesor Marcel Debré, el más renombrado pediatra de aquel pedazo de siglo. Caminó los mismos pasillos silenciosos que caminaron en su momento Pasteur, Charcot, Laverin y otros.
Era la época de los grandes «patrones» de la medicina francesa, más que respetados, reverenciados por pacientes y discípulos, esos superhombres que describe Van der Mersh en su obra. Ernesto Cofiño, hijo de familia acomodada salió de Guatemala en el año 1919, cuando viajar era toda una proeza, tomaba varias semanas llegar a Europa. Regresó en 1929 y desde entonces nunca dejó de estudiar y de servir, fue un hombre de una categoría profesional óptima y una calidad humana valorada en muchos quilates. Su tesis doctoral en la Sorbona había ganado la medalla de plata. Sumaba un carácter firme, era de esos hombres de Sí o de No, franco y directo, siempre miraba a los ojos.
Trajo con él los adelantos más notables de la pediatría francesa en conocimiento y métodos particularmente todo aquello relacionado con una enfermedad temible en aquel entonces: la tuberculosis. La introducción de la prueba de tuberculina para reconocer la presencia del bacilo tuberculoso en el organismo fue uno de sus logros y asimismo el uso generalizado de la vacuna BCG (Bacilo de Calmette Guerin). El Hospicio y Casas del Niño se sirvieron de estas innovaciones. En el año 1952 visitando San Juan Sacatepéquez, acompañando a su hijo mayor Ernesto, recuerdo haberlo visto pasando visita en el Sanatario Antituberculoso, que sostenía el Club de Leones, la Colonia Infantil de San Juan, había sentado escuela para el tratamiento cuando aún no se contaba con drogas efectivas. Recibió la medalla de oro Universitaria como fundador de la Cátedra de Pediatría de la Universidad de San Carlos y muchas más iniciativas en beneficio de la niñez.
Una generación de pediatras connotados fueron sus alumnos, protegidos y amigos y siempre supo darle a cada uno su lugar cuando iban creciendo: Carlos Monzón Malice, Víctor Argueta von Kaenel, Carlos Cossich, Juan José Hurtado, Carlos de la Riva, Fernando Viteri, Moisés Behar y muchos más.
Era un hombre de fácil sonrisa, de hablar directo, nada dado a las zalamerías por quedar bien. Clausurando el Congreso Pediátrico que me tocó presidir en 1965, el Rector universitario politizó su discurso que más parecía una arenga de jóvenes revolucionarios de izquierda; su intervención molestó a los presentes por lo inoportuno y al terminar ésta el salón quedó silencioso, se podía oír volar una mosca. El doctor Cofiño como Presidente Honorario también presidía la mesa y al terminar el Rector su infortunada intervención dirigiéndose a él le hizo una inclinación de cabeza y sonó dos palmadas como aplauso, ese simulacro de aplauso y la seriedad con que lo realizó, descalificaron al orador.
Vivió la espiritualidad del Opus Dei con toda plenitud, con una entrega asombrosa preocupado por el bienestar espiritual y material de los que le rodeaban. Lo recuerdo la noche del 24 de diciembre de 1965 cuando moría el doctor Monzón Malice su amigo y discípulo llevándole asistencia espiritual. Igual sucedió con el extraordinario pediatra doctor Gustavo Castañeda, lo visitamos conjuntamente con Carlos de la Riva y Pepe de Lima, poco antes de su muerte en una sala privada del hospital Roosevelt. Con su fina ironía y buen humor característico el enfermo nos hizo reír un buen rato, más tarde supe que el doctor Cofiño le había acercado a Dios, Gustavo Castañeda se había declarado anteriormente agnóstico.
Enfermó de cáncer y se sometió a varias torturas terapéuticas, decía a sus amigos que tenía todavía mucho que hacer y así fue. Como Rector del Centro Universitario Ciudad Vieja trabajó hasta poco antes de su muerte y todavía alcanzó a ver nacer otro de sus sueños: la Universidad del Istmo, sus iniciativas para ayudar a capacitar campesinos de escasos recursos están en pie. Muchos años de su vida los dedicó a defender la vida humana desde su concepción y lo hacía con todo el fundamento científico que reforzaba su planteamiento cristiano.
Un día de agosto de 1991 lo vi sentado en un banco en el atrio de la iglesia de Ciudad Vieja, junto a un enfermero, atravesé la calle y me senté a su lado iniciando una conversación y al cabo de unos minutos no sabía si me escuchaba, se veía muy lastimado por la enfermedad. Cuando me disponía a partir me dijo claramente: sos Mario Castejón, ¿verdad, viejo?, ¿cómo estas? ¿Cómo están Cristina y tus hijos? Le respondí lo pertinente y al despedirme sabía que no lo volvería a ver en la tierra. Murió pocos días más tarde el 17 de octubre de 1991.
Ocasionalmente paso frente a la casa en donde siempre vivió, el jardín luce bien cuidado y los rosales que sembró están en pie, sobre la verja de hierro se ve la placa de bronce con una inscripción: Ernesto Cofiño Ubico, ex interno de los Hospitales de París, en poco tiempo quizás podríamos tenerlo en los altares.