Un General sin juicio


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Para siempre quedará grabada la frase “vamos a matar mas no a asesinar” que alardeara un hombre de vestido de color caqui con la voz alzada y los ojos desorbitados, era el entonces General Ríos Montt en un lejano 1982. Los recuerdos de ese tiempo son más bien sensaciones, era el inicio de la década que anunciaba cambios mundiales, el consumo aceleraba sus vehículos por una autopista global, ya se advertían para ese momento los prolegómenos de la masificación de la tecnología, y la cultura pop que se extendía por todo el globo, era lo que generaba la producción simbólica para cohesionar a las masas a través del consumismo; la posmodernidad pues avanzada hacia sus más profundas grietas.

Julio Donis


Al mismo tiempo y como en una dimensión paralela, este país aún premoderno estaba sumido en una guerra descarnada, donde reinaba el caos institucionalizado a través de la violencia de Estado. La sociedad guatemalteca e internacional conocería hasta poco más de diez años después, la magnitud y el horror de lo sucedido en esos años.  El lunes 28 de enero del presente año, poco menos de tres décadas después de aquella oscuridad de Estado esparcida por el General, éste recibía la orden del juez competente para ser sometido a juicio por genocidio, por su responsabilidad en las masacres ocurridas especialmente hacia el pueblo Ixil, asentados en el departamento de Quiché. La noticia se regó como pólvora aunque el sabor generalizado no era de júbilo, era de sospecha o peor, de indiferencia, salvo en la comunidad de familiares de las víctimas y en el movimiento  por la defensa de los derechos humano. En otros países, un hecho como este sin precedente, hubiera sido motivo de movilización y exaltación social, pero este pueblo es así, tan herido, dividido y sin dignidad que prefiere evitar la verdad, prefiere hacer como que no pasó nada, desconoce su pasado todo el tiempo. Recién empezaba la primavera democrática a la mitad de los años cuarenta y el General Ríos también iniciaba su carrera militar en la fuerza policial. Es una paradoja que los diez primeros años de aventura militar fueran en la Guatemala de la revolución democrática, en ese tiempo se empezaría a formar la mente que después sería la responsable de Sofía, de Victoria y de Firmeza. La Sala en la que se dictó la resolución de efectividad de juicio por genocidio estaba llena de miradas de dolor, de víctimas, todas se dirigían acusadoras como dardos sobre la conciencia del General; él impávido debe haberse derrumbado por dentro, pues por fuera la arrogancia o el orgullo militar le disponían firme. Es difícil imaginar el material que compone el corazón y la conciencia de sus abogados. En los años setenta, como era la usanza, el General fue tentado por el poder y decidió jugar a la política electoral pero otro militar le arrebataría el puesto de jefe de Estado, botín que finalmente hizo suyo a través de golpe en el año 1982. Quién sabe qué es lo que se necesita para remover la conciencia dormida de este pueblo, pues ni la orden de juicio por genocidio, o las condenas a otros militares responsables, o la constatación de cientos de osamentas de mujeres y niños identificadas y devueltas a sus familias como víctimas de aquel genocidio, despiertan a un pueblo entero en un grito de clamor. Por aquel tiempo ochentero, el General decide unir el camino de las armas con el de la religión, y la perversión se hizo suprema, la prédica rezaba un mensaje mesiánico que anunciaba la muerte como obra divina. Con el tiempo el General se fue apagando, hasta perder la sensatez y la cordura, perdería el juicio.