EDGAR GUTIí‰RREZ
Centro de Estudios Estratégicos y de Seguridad para Centroamérica (CEESC)
La Unión Europea ha propuesto a Centroamérica un nuevo modelo de relación basado en una agenda estratégica, de larga maduración. Los temas centrales de esa agenda son cohesión social, reforma del Estado e institucionalidad democrática. Pero se extiende, además, a asuntos de seguridad e intercambio comercial. E incluye una condición deseable, quizá imprescindible: cristalizar la integración centroamericana a fin de que la negociación ocurra entre regiones, no con países individuales, como ha sido hasta ahora con México, Estados Unidos y otras naciones.
Esta serie de artículos se inicia con un breve recorrido sobre el estado de la región a la luz del desafío ingente de superar los obstáculos a su propio desarrollo y, en consecuencia, de abrir oportunidades en el marco de los acuerdos regionales e internacionales que están en la agenda actual y que seguirán en los próximos años. Seguidamente paso revista al programa de acuerdos e iniciativas más recientes de la región con terceros países. Y concluyo con un par de reflexiones acerca de las tareas pendientes de los Estados centroamericanos y una valoración de lo que un Acuerdo de Asociación con Europa puede aportar a la construcción de una democracia fecunda de ciudadanía en la región.
De dónde venimos
Centroamérica atravesó un largo y duro invierno de casi medio siglo de Guerra Fría. Esos fueron años de disociación política gobernados por el lenguaje del autoritarismo, las armas y la violencia. Pero también fue una época de notable crecimiento económico, movilidad social, transformación de los espacios urbanos, y relativa expansión burocrática y funcional del Estado. El producto interno bruto de la región casi se duplicó en ese periodo y la relación entre población rural -antes mayoritaria- y urbana, prácticamente se invirtió. Los avances de la integración regional también fueron apreciables, sobre todo en las cuentas del comercio y en la formación de una institucionalidad básica.
Tras la clausura de las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, y la disminución de las tensiones bélicas y migratorias entre Nicaragua y Costa Rica; Honduras y Nicaragua; Honduras y El Salvador, y con la apertura democrática en cuatro de los cinco países (Costa Rica ha mantenido una continuidad democrática que se afianzó tras la guerra civil de 1948) a la clase política centroamericana le correspondía administrar naciones con arduas tareas de reconstrucción humana, material e institucional. Nuestras naciones, además, enfrentaban inquietantes desórdenes financieros y desajustes en sus aparatos productivos los cuales, al cabo, resultaron ser de carácter estructural.
Desde entonces nuestras autoridades han cumplido con notable disciplina dos tareas fundamentales: han equilibrado las contabilidades financieras nacionales y promovido puntualmente los eventos electorales respetando en alto grado los resultados del voto. En general ha habido un esfuerzo, aunque con resultados desiguales entre países, para respetar las libertades individuales, no obstante que los aparatos de justicia (Policía Nacional Civil, Ministerio Público y tribunales), sobre todo en Guatemala, acumulan una grave deuda con los derechos civiles. Y es que ese sistema no se ha empeñado de manera seria en quebrantar la inercia de la impunidad, tanto del pasado (asociada a violaciones de los derechos humanos), como del presente (violencia criminal), de la que medran ciertos poderes fácticos.
El quiebre del autoritarismo a la democracia y de la guerra a la paz, trajo consigo un torrente de tareas para el Estado que no se cumplieron hasta ahora por varias razones:
En primer lugar, al inicio de la transición democrática no tuvimos estadistas ni partidos políticos sólidos y renovados para dirigir el proceso de cambio. Pero, lo más grave, 20 años después seguimos sin tenerlos, y los partidos y los políticos sufren una degradación acelerada. Entendimos, equivocadamente, que el llamado «fin de las ideologías» era también el fin de la política como espacio autónomo para procesar las demandas sectoriales y traducirlas en proyectos nacionales; o bien que significaba la renuncia a principios doctrinarios o a formulaciones ideológicas, entendidas éstas como modelos concretos de sociedades a edificar remontando las taras históricas del desarrollo, para el caso de Guatemala: la exclusión, el racismo, la desigualdad. Así, la política se redujo a un símbolo de poder frívolo, atrapado en ciclos gubernamentales de corto plazo. Y en política, sabemos, la forma es fondo.
En segundo lugar, a la democracia le correspondió lidiar desde sus inicios con los ajustes económicos impuestos o inducidos por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y formulados por el llamado Consenso de Washington. Y decidimos transitar por la ruta más fácil: cercenamos de manera barata el Estado y le privamos de sus antenas reguladoras, en tanto mantuvimos flácidas e ineficientes a aquellas instituciones públicas que no tenían un valor de mercado. La reforma del Estado tuvo que haber consistido en desarrollar el músculo institucional del Estado, necesario para cumplir sus funciones básicas Constitucionales. Pero con procesos institucionales interrumpidos con cada cambio de gobierno, con presupuestos inadecuados, funcionarios desmotivados, sin perspectivas de carrera, sin salarios decorosos y sin reconocimiento social, nuestros Estados también se han ido degradando.
En tercer lugar, disminuida la autoridad de la dirección política del Estado y de sus instituciones democráticas, todo intento de reforma que perseguía fines de cohesión social fue quebrantado con relativa facilitad por los poderes fácticos. Así, los Estados en Centroamérica están sometidos a una presión inmovilizadora que los mantiene, casi, bajo sitio en una gobernabilidad precaria que abre escenarios riesgosos (Recuadro 1). Se ha montado un círculo perverso de crónicas demandas sociales de acceso a bienes productivos, empleo, seguridad y oportunidades, a las cuales los Estados dan respuestas apenas provisionales que, por lo tanto, debilitan la legitimidad de la política y las instituciones democráticas. La política social se ha reducido a programas ejecutados focalizadamente a través de fondos sociales con alto poder discrecional que estimulan redes de clientelismo y tienen muy bajo impacto sobre los niveles de pobreza.