Un bárbaro castigo


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Corría el año 1896 y era yo cursante de Literatura en la entonces llamada Escuela de Derecho y Notariado del Centro.

MARIO GILBERTO GONZÁLEZ

La cátedra estaba servida por el inolvidable, inspirado y muy simpático poeta don J. Joaquín Palma. Hombre de exquisitas maneras y de finísimo trato, se hizo dueño de la franca estimación de cuantos anduvimos cerca de él: amigos, compañeros y discípulos. Tenía el don de atraer con la afabilidad de sus frases, con la elegancia de su persona, con la espontaneidad de una cultura que jamás pudo saber de artificiosos disimulos.
Los estudiantes llegábamos ansiosos a su clase de Literatura. Se pasaba en ella una hora amenísima, porque el profesor la embellecía mediante la facilidad de la expresión, la gracia de las ocurrencias y esa encantadora manera de recitar en verso que tan aplaudida le fue siempre. Todo ello nos hacía olvidar, de muy buen agrado, que el maestro le faltaba un poco para ostentar el título en la verdadera acepción del concepto; porque si va a decir verdad, algunos de los alumnos íbamos al aula mejor preparados que él, en razón de que disponíamos de más tiempo para dedicarnos al estudio de las lecciones.

La de uno de tantos días iba a girar alrededor de Miguel de Cervantes Saavedra, y fui el designado para disertar. Hice lo que pude, ciñéndome a lo que acerca del Gran Manco había yo sacado del libro de texto («Historia de la Literatura Española», de Pedro de Alcántara García).

Palma pareció no quedar satisfecho, porque me dijo:
Todo eso estará muy bien; pero yo desearía saber lo que usted piensa del «Ingenioso Hidalgo».

Sentí que se me subía la sangre al rostro. No pude disimular mi contrariedad, y, con avergonzada franqueza, confesé paladinamente que no había leído el «Quijote». Don Joaquín hizo un gesto de admiración y de lástima, que traduje como un reproche y que creí acompañado de un vago cuchicheo de mis compañeros de clase.

Terminada ésta, y ya en uno de los corredores, el profesor (que en la conversación me tuteaba y que en vez de mi nombre me daba el de «hijo» obligóme a que lo acompañase hasta la puerta de salida de la Escuela.

-¡Qué bárbaro!… ¿pero, de veras es cierto que no has leído el libro inmortal?
-Muy cierto- le contesté, bajando la vista.
-Eso es merecedor de un castigo.
-No me queda más que aceptarlo.
-Desde esta noche llegarás a mi casa después de la comida, para que dediquemos una hora a saborear esas páginas en que el genio puso a las letras de España en las alturas de la gloria.
– ¡Mil gracias! -le respondí conmovido.

No siempre fue él puntual para esperarme, y varias veces su ausencia interrumpió la lectura, pero el resultado final llegó. Cuando, la última noche, me retiraba de junto de aquel hombre, conocía yo, -admirablemente leído por un poeta que tan admirablemente sabía leer, -«El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha».

Transcurrieron meses y llegó la época de los exámenes. A un siempre estimado amigo, -el licenciado don Filadelfo Salazar-, y a mí, nos tocó, por designación de los compañeros, el sostener el «Acto Público» de Literatura. Uno de los miembros del tribunal lo fue el sabio doctor don José Leonard. Recuerdo muy bien que me hizo hablar de Cervantes. Palma estuvo presente. No he olvidado que, al concluir el examen, tuvo para Filadelfo y para mí conceptos de tiernas y expresivas felicitaciones, que nosotros oímos a través de la sinceridad que las dictaba y que recibidas fueron como una recompensa.

Aquel poeta, -poeta siempre-, nos pareció que lo era más cuando en tal forma nos halagó: hasta creímos que la felicitación se asemejara al beso de un padre puesto sobre la frente de dos jóvenes que lo quisieron mucho. A la verdad, siempre hay gran semejanza entre el padre y el maestro… ¡Bien sabe de esas cosas la ternura…!

Al hacer este recuerdo de tiempos ya muy lejanos, la memoria se pone cerca de la persona, cerca de la simpatía, cerca de la elegancia, cerca de las lindas estrofas de J. Joaquín Palma; y no habrá razón que me niegue el conservarlas muy afectuosa hacia aquel castigo que se me impuso porque en 1896 no conociese yo el libro monumental del Príncipe de los Ingenios.

Desde entonces más quise y más seguiré queriendo a Palma: en vida de él, cuando fui su discípulo en la entonces Escuela de Derecho y Notariado del Centro; desde 1911, cuando la muerte le abrió un sepulcro y le rompió la lira, escribiendo, en cambio, un nombre en el cielo de la inmortalidad.

«Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria».                                                                             
Pío M. Riépele, (Italiano – guatemalteco. Destacado hombre de Letras del Siglo XX).