La presente obra de Tzvi Medin, no es complicado adivinarlo, constituye el esfuerzo por explicar la influencia de José Ortega y Gasset en el pensamiento hispanoamericano. Para el autor no cabe la menor duda de que Ortega no sólo fue un filósofo con cuyas luces iluminó a Europa, sino también a América, gracias, dirá, a su presencia constante en países como Argentina, Chile y México.
Para entender a Ortega, sin embargo, es necesario comprender la época en que vivió y situarlo en su justa dimensión para su mejor aprovechamiento. Debe pensarse, si uno es fiel a sus ideas, que al final uno es lo que es por sus circunstancias. Veamos, pues, cómo estaba la filosofía española en aquel momento.
Lo primero que habría que decir sobre la filosofía española del siglo XX es que se caracterizó por un cierto «boom» de autores con deseos, no de aparecer o hacerse notar simplemente, sino por el esfuerzo de responder con honestidad a los problemas que la realidad les presentaba en su momento.
Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Juan David García Bacca representan la pléyade de «filósofos nuevos» que surgen luego de un cierto silencio o ausencia de pensadores filósofos que respondieran de manera original a la problemática filosófica. No es que antes que ellos no hubiera habido filósofos (ya se sabe que los hubo con relativa abundancia en la edad media y moderna), sino que aparecieron cuando parecía que España era sólo capaz de dar literatos, novelistas o poetas y no era capaz de ofrecer una figura importante en el mundo de la filosofía.
En este sentido, España misma se sentía «deprimida» (si se puede usar la expresión) por no considerarse ella misma capaz de generar autores nuevos, filósofos que fueran capaces de hacer un planteamiento original, sistemático y amplio, a la manera de los autores alemanes o franceses. Así, le tocará a estos autores levantar el ánimo, extirpar un cierto «complejo» (otra vez no sé si es la palabra adecuada), insuflar energía, optimismo y confianza en la capacidad misma de la inteligencia creativa y propositiva, novedosa.
Luego de la «tibetización» española provocada por Felipe II, les tocará a estos autores rescatar del abismo el carácter español. En este sentido, quizá fue Miguel de Unamuno el más ardoroso defensor del espíritu español, de su inteligencia y su capacidad propia. Dirá que España está llamada a la gloria, que el espíritu quijotesco es el que debe privar en el alma de los ciudadanos y que no son los españoles los llamados a imitar a Europa, sino ésta a España. Su pensamiento es optimista y tiene confianza casi plena en la España de su tiempo.
Los demás autores harán lo mismo, pero a su manera, con distintos acentos y tonos. Ortega tiene menos confianza que Unamuno, pero igual, construye una obra en la que invita a edificar y a tomar las riendas de la historia, a no ser elementos pasivos, sino a actuar. García Baca, por su lado, desde Quito, tiene un pensamiento optimista en la que su visión y confianza en el progreso raya con lo utópico, pero que al mismo tiempo cree posible.
José Ortega y Gasset quizá sea, junto a Unamuno, el filósofo más insigne de su época. Escribió prolíficamente y consagró prácticamente su vida al ejercicio filosófico. Fue un intelectual a quien, como en el caso de Unamuno también, se le reconoció el poder de su pensamiento en los años de su vida.
Contrario a Unamuno es un escritor sistemático y quizá con una formación más ordenada -también sistemática- y sólida que su antecesor. Su pluma refleja una facilidad increíble para la prosa, escribe de manera desbordante, generosa y con una claridad propia más bien de ensayista que de filósofo. Aunque escribió mucho, las obras quizá que fueron más celebradas por el público fueron «Meditación del Quijote», «La Rebelión de las masas» y «La España invertebrada». Sin embargo, quizá deba decirse lo mismo de algunos de sus ensayos aparecidos en «La Revista de Occidente» fundada por el mismo con otros amigos de la época.
El aspecto central de su pensamiento es lo que él mismo llamó «el perspectivismo». Por ésta entiende Ortega, la condición de los seres humanos que viven siempre en un contexto, unas «circunstancias» que van a «definir» al hombre y van a ser de él lo que en lo más íntimo es en realidad. El ser humano es «él y sus circunstancias», no hay otra forma de ser que la de vivir en una realidad concreta. En este sentido quizá se parezca a lo dicho por Heidegger con su explicación del «Da sein», el ser humano que vive por «ser o estar ahí».
Esta consideración de la «circunstancialidad» del ser humano es lo que conduce al pensamiento de que todo en el ser humano tiene un carácter de temporalidad. Así, cuando se piensa en «la verdad», también debe situarse dentro del esquema del tiempo. Es decir, nada evita pensar que lo que hoy se considere como tal, el día de mañana en realidad no lo sea. Pero aún y cuando hoy algo se consienta por todos como verdadero, dicha verdad puede ser (mañana) profundizada y penetrada y ésta puede ser entendida de mejor manera.
Lo mismo puede aplicarse al campo de los valores. No habría, por esta razón, un valor único hoy y para siempre, sino que el ser humano puede ir descubriendo o ampliando el significado de los mismos valores. Es esta la dinamicidad en la que se encuentra el ser humano, un individuo que lo define la mutación y el cambio permanente.
Estos cambios van haciendo crecer al ser humano, superándose en la conquista de la verdad y en el conocimiento en general. Habría, por tanto, desde esta perspectiva un progreso ilimitado, una confianza en el futuro del ser humano. Esto es característico en una antropología ortegueana.
Pero atenerse a las circunstancias no es un empirismo. No es para quedarse en ella (en la experiencia), sino situarla en su conjunto y superarla. Establecer claridad y sistema. Iluminar la realidad de la vida. Las estructuras de la realidad son históricas.
Este perspectivismo lo justifica Ortega con la convicción de que para conocerse íntimamente la realidad se tendría que ser una especie de Dios. Los seres humanos no vemos, sino una parte de la realidad, por eso la importancia de que todos contribuyan en el develamiento de la realidad. Las personas apenas concebimos, vemos sólo una parte del todo. La verdad es la suma de las perspectivas.
Por otra parte, en Ortega es común hablar de la realidad como vida. En este sentido, quizá sea heredero de pensadores como Kierkegaard y Schopenhauer. Pero al mismo tiempo, es el padre (o mentor) de Zubiri. Hay en Ortega una fe en las posibilidades de la razón (una especie de racionalismo o racio-vitalismo) que lo conduce a la búsqueda incesante de la verdad.
Sin embargo, la razón se apoya en bases no racionales. La vida ya es razón: tiene su propia lógica. La vida es la realidad vital de la que surge la razón. Surge de la vida para responder a las preguntas vitales. La realidad es como un océano en la que hay una isla, esta es la razón.
Un aspecto interesante en el pensamiento de Ortega es lo relativo a la sociedad. El pensador español desdeña a lo que él singularmente llama «masa» en la medida en que ésta carece habitualmente de cierta racionalidad. No es en la masa en donde mejor se puede encontrar la sensatez o el equilibrio, sino quizá en el pensamiento de cierta aristocracia, personas selectas que logran salir del (yo lo digo así) rebaño. En la sociedad no hay racionalidad, dice Ortega.
Con respecto a su vitalismo se pueden subrayar algunas ideas que aparecen a lo largo de su reflexión antropológica. En primer lugar, debe decirse que vivir es lo que hacemos y nos pasa, por lo tanto, concluye, es una especie de gerundio. La vida es ejecutividad. En otra idea, Ortega sostiene que vivir es un saberse y comprenderse, es decir, hacer emerger a la conciencia lo que vivimos. Seguidamente, cree el pensador que vivir es decidirnos en nuestras circunstancias. Somos lo que no somos. El futuro forma parte de nuestra esencia. Por esta razón, continúa, vivir es libertad y fatalidad. Sin embargo, no se trata de una libertad absoluta, sino limitada por las circunstancias. Mis mismos proyectos me limitan. Por otra parte, la fatalidad consiste en la obligación de hacerme y elegirme con cada elección. Finalmente, Ortega afirma que vivir es una «pre-ocupación», es un problema.
El libro, entonces, es un peregrinaje por encontrar las huellas del pensamiento ortegueano en Hispanoamérica. El autor verifica que su influencia fue importante no sólo para el desarrollo de las ideas, sino para el desenvolvimiento político de la época. Es una obra que puede servir de complemento al estudio del filósofo español.