Luego de conocer las «guerras sucias» del continente y del resto del mundo, puedo afirmar que ninguna otra universidad sufrió la violencia represiva con la misma demencia y brutalidad que la Usac. Con la acusación de Lucas García de que era «centro de subversión», se nos declaró la guerra con el asesinato de Oliverio Castañeda de León en 1978. Pronto, se contaron por miles las víctimas universitarias -autoridades, profesores, estudiantes y trabajadores-, muchas asesinadas y otras desaparecidas. Las víctimas más afortunadas debimos abandonar la universidad, y muchísimas abandonarlo todo en Guatemala para salir al exilio. Muchos universitarios expulsados nos sumamos a la oposición política y algunos se incorporaron a la lucha armada.
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El 14 de julio de 1980 inicié mi última etapa en la digna y perseguida Usac. Tras cuatro años como Decano de Ingeniería, fui investido como Rector en funciones, ante el exilio de Saúl Osorio. Cuando firmaba el acta correspondiente, fuerzas de seguridad invadieron la Ciudad Universitaria y dispararon contra todas las personas que acudían a sus labores, con saldo de ocho estudiantes de ingeniería muertos e incontables heridos. Durante los 17 días que estuve al frente de la Usac, las energías se concentraron en mantener la universidad en funcionamiento y en tratar de detener la mano criminal de las fuerzas armadas y de seguridad. Pedimos apoyo al resto de la sociedad civil y hablé personalmente con Guevara, ministro de la Defensa, quien, ante nuestra petición de parar la represión, respondió con la acusación de que seguíamos siendo centro de subversión. No obstante, nuestras iniciativas lograron amainar la represión, si bien por tiempo limitado. La sangre inocente de los ocho estudiantes asesinados conmovió a nuestra población; pero no logró detener la avalancha terrorista contra la Usac y contra nuestro pueblo.
Lo sucedido después en el país se refleja en el Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH). Sorprende, sin embargo, que en éste no se hiciera un análisis específico de la represión sufrida por la Usac; es evidente que hubo cobardía de las autoridades universitarias y no hubo denuncia. La Usac carece hoy de un estudio sobre la verdad de los hechos, porque el informe producido por la Comisión de la Verdad, que yo presidí, «fue extraviado». Además, no ha habido esfuerzo sistemático alguno por recuperar la memoria histórica. Al no haber verdad, tampoco ha habido posibilidad de justicia. La Usac ha ignorado, igualmente, el resarcimiento a las víctimas. En otros países, los universitarios perseguidos fueron restituidos a sus puestos y/o gozaron de compensaciones económicas y resarcimiento moral. En nuestro caso, muchos universitarios han muerto ya, algunos en el extranjero, asistidos solamente por la solidaridad de los amigos, y muy pocos pueden acudir a los beneficios de una pensión o de su colegio profesional. El Rector ha ignorado esto durante los pasados cuatro años. Al no ver en él ni valor ni voluntad política, es tiempo de que la comunidad universitaria, como primer paso hacia la redignificación universitaria, construya, de inmediato e independientemente, la memoria histórica de la Usac.