En el artículo anterior hablaba de la celebración en San Salvador del primer encuentro de estudios culturales centroamericanos, patrocinado por la Universidad de El Salvador y por la Universidad Centroamericana. Ahora, dicho encuentro ya tuvo lugar. El evento merece todos los elogios posibles, dado su elevado nivel académico, y la variabilidad de sus posicionamientos. Sin embargo, en vez de hacer una cronología del mismo, sigo en la presente columna con mi pensamiento al respecto de esta materia, el cual ya se había iniciado en el anterior articulo. Sobra decir que el grueso de estas ideas constituyeron parte de mi presentación en dicho encuentro.
Julio Ramos ha sido ya citado por decir hace varios años que la diferencia entre el pensamiento latinoamericanista tradicional y los estudios culturales latinoamericanos era que el primero creía en la capacidad integrativa de las literaturas nacionales y del arte, mientras que los estudios culturales los criticaban como aparatos de poder. Pero Abril Trigo señala que las prácticas del conocimiento y las instituciones latinoamericanas siempre han sido heterogéneas e irreducibles a los principios de autonomía que limitaron las disciplinas en los Estados Unidos o en Francia. De allí que el papel seminal de figuras como las mencionadas, trabajando en los intersticios del ensayo con mecanismos y formas de conocimiento transdisciplinarios, justifique su reconocimiento como precursores de los estudios culturales latinoamericanos.
Si en el caso centroamericano tenemos algo en común con los orígenes anglosajones del modelo de Hall, esta similitud se encontraría más bien en que, al igual que en su caso, nosotros también llegamos hasta los estudios culturales desde una tradición eminentemente marginal, marginal incluso dentro de las corrientes críticas latinoamericanas, y que, al igual que los de Birmingham, nuestro compromiso con el campo cultural fue la manifestación de un repliegue táctico, cuando nuestro quehacer político fue desterritorializado por la derrota revolucionaria. Esta última significó un exilio diaspórico y la búsqueda de mecanismos para hacer política centroamericana por otros medios, terminando así en un ambiguo espacio académico por omisión en el cual la política emancipatoria de la cual muchos de nosotros participamos se redujo a una representación simbólica identitaria y de reconstrucción del imaginario de la memoria revolucionaria desde nuestros espacios exílicos. Pero, a su vez, y gracias a la tecnología y al uso creativo de los espacios virtuales, también se tradujo en mecanismo para reactivar un pensamiento político nuevo en nuestros espacios de acción. Es decir, enraizados tan sólo en representaciones locales simbólicas, pudimos reciclar nuestra memoria cultural para reconfigurar nuestra identidad política, por escindida o conflictiva que fuera, en los puntos inestables de los espacios globalizados, problematizando los imaginarios que organizan, estructuran y reproducen las escurridizas realidades sociales, políticas y culturales de la región. En buena medida, es esto lo que estamos nombrando ahora como «estudios culturales centroamericanos.»
En este último sentido, la trayectoria centroamericana correría en una situación paralela a la delineada en The Latin American Cultural Studies Reader, publicada en inglés en 2004. Según la misma, la definición misma del campo es tan sólo operativa, pero se refiere a un campo de investigación históricamente configurado desde la tradición crítica latnoamericana y en diálogo constante, a veces conflictivo, con las escuelas de pensamiento occidentales. Más allá de problematizar su contextualización sociohistórica disputada, su relación con los estudios culturales angloamericanos y sus continuidades sociohistóricas, la introducción de la mencionada antología también problematiza las fractura sociopolíticas, el pensamiento latinoamericano indisciplinado?por lo cual entiende que está ubicado fuera de las disciplinas académicas tradicionales?y los cambios epistémicos de las disciplinas y las formaciones discursivas. Concluye con un esquema o mapa visual al cual le da el nombre de «constelación cognitiva,» que cubre lo que a su entender son los tres momentos de los estudios culturales latinoamericanos: el de los precursores?dentro del cual incluye las obras de Fernández Retamar, Rama, Cándido, Ribeiro y Cornejo Polar?el de las fundaciones?donde ubica a Mignolo, Brunner, Monsiváis, Sarlo, Schwarz, García Canclini, Martín Barbero y Franco?y el de las prácticas y polémicas, en el cual elabora una lista más larga dentro de la cual, para el propósito de este congreso, podríamos mencionar a Beverley, Richard, de la Campa, Moraña, Moreiras y Yúdice.
Como podemos observar, no encontramos en la lista a ningún centroamericano, pese a que la problemática de las prácticas incluye el postcolonialismo y postoccidentalismo, los estudios trasnacionales, el subalternismo y la crítica cultural en general?temas todos de urgente relevancia para lo centroamericano. Sin embargo, al analizar el volumen de The Latin American Cultural Studies Reader vemos lo que a mi modo de ver es una diferencia importante entre el trabajo de los autores por ellos antologados y el de muchos de los críticos centroamericanos presentes en este encuentro. La gran mayoría de los autores antologados presenta sea una visión general del campo, o bien una teorización crítica de esta misma totalidad, pero no aparecen lo que podríamos llamar por falta de mejor terminología, análisis concretos de casos concretos. En cambio, lo que parecería interesarnos a los centroamericanos sería precisamente esta especificidad que nos nombra, que nos hace visibles ante el mundo, que explicita nuestras subjetividades individuales y sociales, que problematiza nuestros imaginarios y espacios de representación concretos saturados de elmentos simbólicos que aluden a nuestro pasado reciente. Es allí donde la experiencia concreta vivida durante el presente transnacional y globalizado se confunde con la experiencia acumulada en la memoria de las guerras, compaginada con la intimidad y con la cotidianidad, confluyendo todo en una memoria cultural producida por una comunidad regional concreta a través de una experiencia colectiva acumulada, la cual genera una memoria cultural práctica y performativa que se distingue de la de otras partes del continente. Para lograr estas metas génericas y un tanto difusas, hemos todos empezado a operar instintivamente en un proceso de acercamiento gradual a variadas metodologías transdisciplinarias, técnicas, teorías y métodos especulativos para defender nuestros proyectos, sin mayor acuerdo entre los que seríamos practicantes de esta variante que una tenue conformación de redes. No hemos interactuado como movimiento explícito en el sentido en el cual operó el grupo de estudios subalternos, ni como miembros de una forma disciplinaria coherente y bien definida de un campo de trabajo previamente teorizado y problematizado.
Lo anterior no tiene que ser visto como problemático, siempre y cuando no nos arrimemos a la superficialidad, no forzemos las fronteras entre los campos de estudios con simpleza voluntarista, no hablemos solo de nosotros mismos para satisfacer, como diría Mignolo, «las exigencias de ’autenticidad’ disciplinaria» o, peor, caigamos en la versión burocratizada de los estudios culturales que le hace el juego a la universidad corporativa y a las políticas neoliberales. Lo que distingue los estudios culturales centroamericanos, a mi modo de ver, no es ni su teorización hasta hoy casi inexistente, sus fundamentos epistemológicos que también suelen brillar por su ausencia, su rendimiento concreto que apenas si empieza a ser visible, ni su metodología que calca las prácticas y polémicas de los estudios culturales latinoamericanos, sino, por encima de todo ello, su voluntad crítica por hacer el balance de y extraerle sentido a la experiencia guerrillerista vivida en el pasado reciente y a sus registros e imaginarios sociohistóricos.
Lo anterior constituyó el momento más transcendental de nuestra modernidad, el más trágico, el más agonístico, pero cuyo impacto final estamos aun lejos de percibir o comprender incuso. Es una experiencia que todavía articula nuestros fenómenos contemporáneos más transcendentales, desde el resurgimiento del movimiento maya y la transformación de TACA en monopolio centroamericano hasta la migración masiva hacia los Estados Unidos que ha afectado tanto a nuestra región como a la sede imperial, en cuyas entrañas navegamos a tambor batiente, produciendo la Mara Salvatrucha entre otros fascinantes productos culturales.
En este sentido, entiendo los estudios culturales centroamericanos no sólo como un nuevo saber transdisciplinario, como una dimensión crítico-estética de la cultura, como una desterritorialización académica o como una nueva forma de conocimiento, sino como otra variante de lo que Mabel Moraña llamó «la recuperación de lo político,» y que Nelly Richard definió como «una dimensión que siga comprometida con las operaciones de riesgo mediante las cuales cada práctica estética o cultural decide a partir de sus batallas la forma para subvertir los pactos de entendimiento oficial con nuevas maneras de ser, de ver y de leer.»
En el fondo, sigue siendo la práctica cultural subversiva y transgresora del intelectual ético. La conducta ética, con su concomitante teoría de las emociones y de nuestros espacios afectivos, tiene un vínculo directo con los estudios culturales centroamericanos y con las implicaciones igualmente éticas de embarcarse en ellos. Esto se debe a que al reflexionar sobre el tema, es inevitable llegar a la conclusión de que, para muchos de nosotros, nuestro interés en este monstruo de siete cabezas que hoy estamos configurando disciplinariamente y que corremos el riesgo de institucionalizar, partió de cómo vivimos en el plano emocional las experiencias políticas del istmo en décadas recién pasadas, a manera de explorar las posibilidades de construcción de un ethos alternativo desde los intersticios de la memoria rota. En este sentido, los estudios culturales centroamericanos son también un intento por reimaginar quiénes somos como sujetos y por reubicarnos como sujetos globalizados arrancados de sus apegos y de su cultura en este heterotópico espacio post-neoliberal y en este tiempo cuasi post-Bush, en el cual blandimos nuestros ocultos espacios fantasmáticos como único salvavidas y como última trinchera.