Arturo Arias*
Esta semana, se celebra en San Salvador el primer encuentro de estudios culturales centroamericanos, patrocinado por la Universidad de El Salvador y por la Universidad Centroamericana. Es la primera vez que se celebra un evento de esta naturaleza en una universidad centroamericana, y que se habla de manera sistemática de esta temática que ha acaparado la atención de las humanidades y de las ciencias sociales no sólo en los Estados Unidos, sino también en la América del Sur y en Europa: los así llamados «estudios culturales.»
Dicho evento, en el cual tengo el placer de participar, me ha obligado a realizar una reflexión acerca de lo que significa hacer estudios culturales en Centroamérica.
Ya hace varios años que George Yúdice, quién estará presente en la conferencia, y otros académicos que se distinguieron en los debates estadounidenses sobre este tema durante la década de los noventa, hablaron de la encrucijada de los estudios latinoamericanos luego del encuentro de LASA de 2001 y del ataque a las torres gemelas. De hecho, el artículo de Yúdice y otros artículos que igualmente perfilaban su ocaso y decadencia, y para los cuales Alberto Moreiras hasta seleccionó un epitafio del poeta español José Angel Valente, fueron recogidos en un número especial de la Revista Iberoamericana en 2003. ¿Por qué entonces hablar ahora de estudios culturales en Centroamérica? La anterior no es una pregunta retórica. ¿Representa esto un nuevo ejemplo del atraso característico de la región, ya no sólo frente al mundo metropolitano occidental sino incluso frente a los centros hegemónicos de la misma periferia? ¿Es éste un ejemplo más de lo que anteriormente he denominado «la marginalidad de la marginalidad»? ¿Otra copia barata del consumismo cultural en el cual Centroamérica se inicia, una vez más, con un producto ya caduco que llega a sus puertos con todo el detritus descartable que el centro exporta para sacarle una última e ínfima ganancia a sus productos con fechas vencidas?
Me parece que si bien algunos cuantos rasgos de lo anterior podrían inevitablemente estar presentes en este cajón de sastre que estamos recién denominando «estudios culturales centroamericanos,» esta frase se convierte para mí más bien en un tropo de una cierta voluntad crítica que justificaría su existencia. En ese sentido, una reflexión personal no deja de ser útil.
Desde mi llegada a los Estados Unidos, luego de la derrota de la revolución guatemalteca, a mí me interesaron lo que ahora se denomina «estudios culturales» no porque ya estuvieran parcialmente institucionalizados en la academia estadounidense y que yo quisiera adherirme a la moda académica de ese entonces. Me interesaba más bien la continuidad con mi propia trayectoria, que se había iniciado en París en los años setenta con la sociología de la literatura en el sentido de Lucien Goldmann, había adquirido los matices post-althusserianos de Terry Eagleton con cierta dosis gramsciana bajo la influencia de mi mentor, Luis Bocaz, quien también empujó la continuidad de cierto pensamiento latinoamericanista que atravesaba la obra de figuras tan disímiles como Mariano Picón Salas, Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso, Enzo Falletto, Tulio Halperin Donghi, Darcy Ribeiro y el centroamericano Edelberto Torres Rivas, además de la de críticos literarios tales como Antonio Cí¢ndido, Angel Rama y Roberto Fernández Retamar, para luego deslizarse hacia una historia de las ideologías en el sentido de Franí§ois Chí¢telet.
Asimismo, y a nivel meramente anecdótico, Bocaz era íntimo amigo del poeta salvadoreño Roberto Armijo, con quien yo también guardaba amistad. En esa línea empezamos a trazar una genealogía del pensamiento centroamericanista en la cual incluíamos al Pop Wuj, Bernal Díaz del Castillo, Fuentes y Guzmán, Landívar, del Valle y Cardoza y Aragón entre otros. ¿Qué significaba esta constelación de nombres, estre cruce de contribuciones y de ejes direccionales en una relativa indeterminación epistemológica? Era sin lugar a dudas un anhelo por establecer una línea de pensamiento que articulara la producción de imaginarios colectivos y de códigos simbólicos de naturaleza cultural con su contexto político, histórico y social, para decirlo de una manera simple y comprensible. Se trataba de una búsqueda intuitiva por encontrar una reorientación sociosemiótica de la producción literaria que rompiera con la filología tradicional de corte franquista, y con el estructuralismo de corte francés, de moda hasta ese entonces, y que reducían ambos el texto literario a un mero objeto en sí mismo, alejado de toda contextualización socio-política. Era también una romántica búsqueda de respuesta a una entrevista con García Márquez que leí por ese entonces, quien afirmaba que la literatura no servía para absolutamente nada.
Estos lineamientos generales condujeron no sólo mi obra creativa sino también mi producción crítica, en una intersección de pensamiento intelectual y de práctica política que transitó por el movimiento revolucionario guatemalteco durante los años ochentas. Al dejar el mismo y reposicionarme como académico en los Estados Unidos, fue un movimiento cuasi natural el escenificar la convulsionada conflictividad social de mi región dentro del nuevo aparato disciplinario al cual me sometía. Fue así como noté de inmediato que en los debates de la época que lidereaban nuestro campo, expresando no sólo las modas teóricas sino también cierto afán de figuración por parte de algunas estrellas glamorosas de nuestra disciplina que desplegaban chapadas credenciales de izquierda sin haber militado nunca en revolución alguna, brillaba por su ausencia casi todo lo que se refiriera a lo centroamericano. El debate sobre la postmodernidad giraba en torno a centros urbanos sudamericanos; la discusión en torno a la naturaleza epistemológica del testimonio, fenómeno que bien hubiera podido concernir lo nuestro, comodificaba como ícono la figura de Menchú pero separaba a la misma de su contexto maya, ya que lo que les interesaba a sus teóricos en realidad era la fetichización de un género literario anti-literario desde donde se pudiera reconstruir la hegemonía política e intelectual de sus practicantes para justificar la ubicación enunciatoria del académico metropolitano, y no la referencialidad de su figura emblemática. El debate sobre el subalternismo recaía más en ocupar ese espacio teórico-metodológico dejado vacante por la «muerte» del marxismo y en asumir liderazgos dentro de la izquierda académica estadounidense que en vincularse solidariamente con la población subalterna de carne y hueso y con su producción cultural, constituyéndose así en esa fantasía disciplinaria de los intelectuales que señaló Gareth Williams, y que sirvió principalmente para promociones y escaladas salariales de los que sólo vieron nuestros conflictos por televisión.
En todos estos casos, el académico centroamericano terminaba marginalizado por el académico metropolitano que, sin experiencia militante alguna ni práctica política conocida en país alguno de América Latina, se erigía de súbito en ideólogo/dirigente de virtuales masas subalternizadas ubicadas en espacios igualmente enrarecidos en su éter referencial. La asombrosa urgencia vanguardista de muchos de estos profesores decía más acerca de su ansiedad por no perder su posición en los países metropolitanos que de los oscuros espacios de la subalternidad centroamericana abandonados a su suerte con el fin de las guerras civiles. Las obvias excepciones las constituían los presentes en esta mesa e Ileana Rodríguez, cuya trayectoria siempre fue un hito de consecuencia ética y política.
Como resultado, mi lucha personal a lo largo de los noventas se constituyó en un esfuerzo por hacer visible la centroamericanidad en el rancio ambiente teórico que entonces permeaba la academia estadounidense, re-entroncando así con el enfoque que había caracterizado mi producción. Debido a esto, embarcarme en lo que de manera muy genérica se iba denominando como «estudios culturales latinoamericanos» fue un impreciso desliz que sucedió tan solo porque me ofreció mejores condiciones para el análisis de las culturas marginales conforme desarrollaba mi propio trabajo, problematizando la producción literaria centroamericana, la emergente producción centroamericana-americana que ya aparecía en el seno de la diáspora, y la gradual emergencia de la nueva cultura maya que también crecía como gigante frente a mis ojos. En otras palabras, este campo me proporcionó un espacio hermenéutico y teórico para acomodar mis intereses de largo plazo en la relación cultura/sociedad.
Como en el caso de otros investigadores que se han pronunciado a este respecto, a mí siempre me ha interesado reclamar la trayectoria política de los estudios culturales latinoamericanos, no como apéndice de los estudios culturales anglosajones iniciados por Stuart Hall en el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham en los años cincuenta, cuya obra conocí ya tarde, o bien la corriente que se desprendió de Bourdieu en Francia paralelamente a mis propias búsquedas en la sociología de la literatura, ni como una imposición del mercado académico transnacional, sino más bien como la genealogía de un campo de reflexión que se origina en las propias crisis políticas de nuestro continente y en la necesidad de articular las mismas con sus imaginarios sociales y con la producción, circulación y consumo de sentido que se deriva de ellas.
De hecho me parece que es un trabajo que bien podría iniciarse con Andrés Bello en el continente y con José Cecilio del Valle en el caso de las nuevas repúblicas centroamericanas, y que se extiende en el tiempo, pasando por José Martí, José Enrique Rodó, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña para sólo mencionar emblemáticamente algunos nombres, antes de llegar a las metodologías innovadoras en las ciencias sociales de los sesentas, tales como la teoría de la dependencia, del colonialismo interno, o la teología de la liberación, que empezaron a sistematizar una forma de pensamiento original y originaria de nuestro continente, y que tuvieron su continuidad en el subalternismo, la colonialidad del poder, transmodernidad y postoccidentalismo, colonialidad del saber, geopolítica del conocimiento y poscolonialismo indígena entre otros que emergieron en los noventas dentro de esa misma genealogía.
* Doctor y novelista. Profesor de varias universidades de Estados Unidos, y especialista en cultura hispanoamericana, asuntos étnicos e identidad subalterna.