Ayer el Congreso de la República tuvo un arranque de macho viejo para empezar la aprobación final de la Ley de Enriquecimiento Ilícito y avanzaron hasta darle el visto bueno en tercera lectura. Sin embargo, al emprender la discusión por artículos lo que tenía que pasar pasó y los diputados suspendieron el debate y alteraron la agenda de la sesión permanente.
De todos modos, ya la bancada oficial había demostrado su intención de “quitarle los pocos dientes” a la iniciativa de ley, especialmente exonerando de responsabilidad a los diputados y, muy especialmente, a los particulares como si la corrupción no fuera un delito de dos vías en donde SIEMPRE participa algún particular que mediante influencias, sobornos o componendas, se beneficia de las decisiones públicas. El enriquecimiento ilícito se comete, además, cuando particulares que cobran impuestos no los entregan posteriormente a las autoridades fiscales y precisamente cuando se propuso contemplar ese extremo se suspendió mágicamente la discusión.
La transparencia no es prioridad de las autoridades y salta a la vista que no es un asunto que les quite el sueño. Al contrario, el negocio más importante que se ha realizado en esta administración hasta la fecha se hizo en secreto, a hurtadillas y de espaldas a la opinión pública, razón por la cual todos los que tienen dos dedos de frente tienen que entender para dónde es que va la procesión en este caso.
Transparentar la gestión pública es el camino para erradicar la corrupción, pero resulta que seguimos con los fideicomisos, con negociaciones a escondidas y escamoteando información no sólo al público sino a la misma Contraloría de Cuentas. No hay, sin embargo, una exigencia pública sentida por la transparencia y existen hasta grupos de presión importantes que sin tapujos afirman que no hace falta ser transparente con tal de que se “modernicen procesos”, como los del puerto, lo que facilita a los políticos que puedan continuar con las costumbres inveteradas.
Fuera de pocos sectores que insistimos en que el país está condenado al escaso desarrollo por la mala utilización de los escasos recursos, el resto de la opinión pública avala o por lo menos tolera las malas prácticas administrativas por aquello de que el fin justifica los medios y no importa que se desvíen fondos o se haga piñata con los recursos nacionales siempre y cuando haya obra. Hoy todos tenemos teléfonos, se dice, y eso es ganancia sin que nadie repare en cuánto cuesta el minuto ni la ausencia de controles porque, efectivamente, al menos está el acceso a las comunicaciones. Y con ese pragmatismo público, hemos dado carta abierta para que cualquiera diga que la transparencia no es cosa urgente.
Minutero:
Y es que es parte del tamal
la Procuraduría General:
con un chance que cuidar,
ni modo que se iba a animar