Para nadie es un secreto que Guatemala necesita un eficiente sistema de transporte público ni que esa asignatura sigue pendiente para las administraciones municipales iniciadas en 1985 con la primera administración de Arzú y que continúan hasta nuestros días. El Transmetro constituye el mayor avance en este cuarto de siglo, pero obviamente es apenas un paso adelante sin que se pueda ver un proyecto integral que nos permita a los ciudadanos desistir del uso de los vehículos privados para movilizarnos.
Pero la forma en que la Municipalidad y el Gobierno Central están manejando el proyecto Transurbano es otra muestra del secretismo que priva en la gestión pública y que, por supuesto, sirve para encubrir negocios particulares realizados con los recursos del Estado. No hay ninguna justificación para que todo se maneje a espaldas de la población, puesto que aún entregando el proyecto a los llamados empresarios del transporte y, por lo tanto, enviándolo a la esfera del negocio privado, no podemos olvidar que todo se hace con dinero del pueblo que se materializa en subsidios o exoneraciones y por lo tanto es obligadísima la rendición de cuentas.
Con el dinero que el Estado ha invertido en subsidios ya deberíamos tener una eficiente y moderna empresa de transporte público no sólo en la ciudad de Guatemala sino con una entidad a nivel nacional que atienda todo el país. Porque no ha sido poco lo invertido en ese servicio, pero todo ha ido a parar a los bolsillos de empresarios privados que se benefician precisamente de la falta de transparencia en la gestión pública, porque pueden usar el dinero de los impuestos a su sabor y antojo sin rendirle cuentas a nadie.
Casi todos los estudios independientes que se han hecho demuestran que se ha pagado subsidio a transportistas que no ponen a trabajar todas sus unidades, pero cobran por todas como si prestaran servicio todos los días del año.
Si algo está haciendo un daño irreparable a la gobernabilidad del país es ese abuso del secreto en que incurren los funcionarios que nos ven como idiotas a los ciudadanos. Porque en el fondo lo que hay es la convicción de que este pueblo es indolente, indiferente e incapaz de reclamar y exigir cuentas, por lo que cada negocio público se convierte en fuente de corrupción bajo el amparo de la impunidad.
No son casos aislados, sino es la generalidad de los programas de inversión pública y la desfachatez es enorme. La lucha de unos pocos por lograr transparencia es menospreciada y provoca risa a los funcionarios que se amparan en fideicomisos y en traslado de los recursos a entidades no gubernamentales para burlar la fiscalización de por sí tan escasa y pobre.