Timothy Radcliffe: Las siete últimas palabras. La plenitud del sentido más allá de la violencia y el silencio


Eduardo Blandón

Llegado el tiempo de Cuaresma y en vista a la Semana Santa, nada mejor que prepararse para esos dí­as pí­os con lecturas «ad hoc» a la memoria de la pasión de Cristo. Son muchos libros los que pueden interesar, pero mi propuesta del sábado es Timothy Radcliffe. Ahora le explico por qué.


Radcliffe es un pensador fresco y de ideas abiertas que sin sacrificar la profundidad de la espiritualidad cristiana, sabe comunicar a sus lectores sus conceptos. Pero no son definiciones las que transmite, como si se tratara de un teólogo rudo y con presunciones eruditas, sino intuiciones dirigidas al corazón para el ejercicio de la vida cristiana.

El sacerdote dominico tiene la virtud de traducir lo que dirí­a en un sermón dominical en un hermoso discurso escrito que penetra la razón y estimula el pensamiento, sin ser repetitivo y caer en lugares comunes. Su propuesta meditativa es producto no sólo de la imaginación, sino de experiencias propias rescatadas del olvido para iluminar sus reflexiones.

Para Radcliffe el cristianismo no es ni una filosofí­a con contenidos abstractos ni un tratado teórico que versa sobre el mundo celeste, lo hiperuránico y metafí­sico, más bien es todo lo contrario, el mensaje cristiano tiene carácter salví­fico en la medida en que rescata lo humano y dinamiza una existencia llamada a la felicidad.

De esa manera, el autor no mira el sacrificio de Cristo como un recuerdo para entristecernos, ponernos sombrí­os, afligidos y siempre invocando lúgubres el cielo, sino para iluminar lo que estaba en tinieblas, rescatarnos de la muerte y ofrecernos una nueva esperanza. Nadie que sigue a Cristo, parece indicar, debe llorar su muerte porque él no está en la tumba, subió a Dios y con su vida enseñó un nuevo sendero. «Mi te tiene que ver con la vida, con el nacimiento de un niño y con la victoria sobre la muerte. Naturalmente, ello pasa necesariamente por el viernes santo, pero ¿por qué detenerse en ese momento? Con demasiada frecuencia me habí­a encontrado con el sufrimiento y con la muerte -particularmente en lugares como Ruanda y Burundi durante mis viajes por la orden- como para permitirme ignorar su terrible violencia».

Las siete últimas palabras tienen un sentido pedagógico que, sin verborrea, manifiestan un itinerario para sus discí­pulos. Jesús no elucubra, no obtiene deducciones a partir de premisas, sino que lanza la palabra (como el sembrador) para que cada uno de los receptores (la tierra fértil) la sepa aprovechar y dar frutos. Esa es la idea de Radcliffe, meditar esas breves expresiones con potencialidades infinitas para descubrir un mundo distinto.

«Nuestras palabras pueden dar vida o muerte, pueden crear o destruir. El clí­max de este drama lo constituyen las últimas palabras de Jesús en la cruz. Las atesoramos porque en ellas se enraí­za nuestra fe en que nuestras palabras buscan de hecho y alcanzan a tocar un destino y un objetivo últimos. Nuestras palabras pueden ser inapropiadas y apenas rozar el misterio, pero no son vacuas».

Las últimas palabras son, para el teólogo inglés, la manifestación plena de un mensaje que hay que descifrar, escudriñar, escuchar y obedecer. En ellas se encuentran contenidos los tesoros de la heredad, la última voluntad y los mejores momentos del encuentro final. No se trata de términos dichos al azar, sino con propósito: el del Padre que deja un testamento valioso.

¿Cuáles son estas famosas últimas palabras? A continuación las escribo: 1. Perdónales, porque no saben lo que hacen; 2. Hoy estarás conmigo en el Paraí­so; 3. Mujer, he ahí­ a tu hijo… He ahí­ a tu madre; 4. «Â¡Dios mí­o, Dios mí­o! ¿Por qué me has abandonado?; 5. Tengo sed; 6. Todo está consumado; y 7, Padre, en tus manos encomiendo mi espí­ritu.

Debe decirse que la meditación de las siete palabras no es un acontecimiento nuevo. En realidad se trata de una tradición eclesiástica bien fundada, en la que tanto estudiosos de la Biblia como predicadores se han esforzado por comprender el significado último de esas expresiones. El autor dice que quien mejor expresa esto es Guillaume de Saint-Thierry: «Todo lo que hizo y todo lo que dijo en la tierra, incluidos los insultos, los esputos, las bofetadas, la cruz y la tumba, no eran otra cosa que tú mismo hablando en tu Hijo, atrayéndonos por medio de tu amor y alentando nuestro amor hacia ti».

En el caso de la primera expresión, «perdónales, porque no saben lo que hacen», Radcliffe indica que se trata de la enseñanza de Jesús en relación al perdón. No podemos vivir sin practicar la misericordia, explica, porque í‰l mismo nos ha mostrado las bondades de este don. Además, insiste, es un rasgo con que los cristianos son fácilmente identificables.

El «hoy estarás conmigo en el Paraí­so», dice el teólogo, revela la intención de felicidad que Dios tiene sobre los hombres. Su tiempo no es igual al nuestro, escribe, Dios quiere nuestra felicidad desde siempre. Por esta razón, afirma, nada más absurdo que una vida cristiana triste. Los cristianos deberí­an ser la mejor prueba de que se puede vivir feliz desde ya en la tierra. «Vivimos en una sociedad extraordinariamente preocupada por la búsqueda de la felicidad. Vivimos atemorizados por todo aquello que pudiera amenazar dicha felicidad: la soledad, la ruptura de las relaciones, el fracaso, la pobreza, la desgracia. En el dí­a de hoy nos regocijamos, porque Jesús nos dice a nosotros también: «Estarás conmigo en el Paraí­so». Lo único que tenemos que hacer es aceptar este don, una vez que venga.».

La invitación a la fraternidad está contenida en la expresión «Mujer, he ahí­ a tu hijo… He ahí­ a tu madre». Desde aquel momento Dios nos ha indicado que somos hermanos y que debemos cuidarnos mutuamente para ser felices. En este mundo ninguno es extraño ni extranjero, todos estamos vinculados a un mismo Padre y a una Madre que Cristo mismo nos ha regalado.

Para ilustrarlo, Radcliffe cuenta la historia del Obispo Brasileño Helder Camara: El arzobispo de Recife, en Brasil, Helder Camara, tení­a la profunda sensación de que los más pobres eran su familia. Si oí­a hablar de que alguno habí­a sido detenido injustamente, telefoneaba a la policí­a y decí­a: «Me he enterado de que han detenido a mi hermano». Y la policí­a se deshací­a en disculpas: «Su Excelencia, lo sentimos muchí­simo. No sabí­amos que era su hermano. Venga a recogerlo, por favor». Y cuando el arzobispo se presentaba en la comisarí­a de policí­a para recoger al hombre en cuestión, el policí­a podí­a decirle: «Pero, Su Excelencia, este hombre no tiene el mismo apellido que usted». Y Camara respondí­a entonces que todos los pobres eran sus hermanos».

Hasta aquí­ el comentario. Ojalá el libro sea de su interés y le ayude (al leerlo) a prepararse para un feliz retiro espiritual de Semana Santa. Puede adquirirlo en Librerí­a Loyola.