Un valor, signo de nuestra época, consiste en el cuidado del tiempo. Pocas cosas parecieran tener tanto consenso como el escrúpulo por las horas. El «Time is Money», tiene carácter sacro, casi un imperativo categórico que no tiene discusión. Incluso los que venden en el mercado no quieren distraerse en compradores que sólo magullan, pero no compran. «Usted me quita el tiempo», me dijo un vendedor de discos piratas el otro día.
El tiempo es tan especial que uno quisiera incluso negociarlo con la familia y los hijos. Si vamos a hacer el amor, procuramos que no exceda tanto la actividad que resulte demasiado lasciva y lujuriosa. «Sólo el tiempo necesario», me dijo un día una ex monja, temiendo ofender a Dios mismo si en el acto amatorio uno se distrae en «bagatelas sensuales como eso de tocarse y acariciarse en exceso». A los ojos de la que ya no era hermana religiosa lo urgente era el amor, lo demás eran distracciones físicas pecaminosas que no conducen a nada. Me lo repetía con frecuencia. El tiempo es importante por eso la gente escribe poco y no gusta de correos muy prolijos. Tengo un amigo que es incapaz de leer dos párrafos de un correo electrónico. Jaime, el colega de quien hablo, dice que los «E-mail» no son, por su naturaleza, para cosas extensas. Por eso aborrece a los que se extienden en consideraciones que ve inútiles y de gente vaga o incapaz de sintetizar sus explicaciones. El tiempo apremia y no se puede perder en la red. Tan elevado es el aprecio del tiempo que con los hijos se regatea su inversión. Si se trata de hacer deberes con los pequeños, los padres prefieren que sean las muchachas las que se dediquen a esos menesteres de poca monta. Si se trata de jugar, miran el reloj continuamente y miden los minutos. Las salidas familiares son para los domingos, un almuerzo (con periódico incluido en la mesa), una ida al puerto, al cine o a caminar por las calles. Cualquier otra actividad es un derroche de tiempo.
El mundo de hoy suele ser avaro con el tiempo. Los estudiantes también detestan gastar el tiempo en lecturas. La historia, la literatura o la disciplina en los estudios, es una pérdida horrible de tiempo. «En lugar de leer ese libro, no habrá una película que nos ahorre el tiempo», me dijo un estudiante. La mentalidad de nuestros días consiste siempre en «más por menos». Hay gente, me dijo el otro día un universitario, que complica demasiado las cosas. Por eso me encanta la idea esa de «Heidegger en quince minutos».
Y si de ahorro de tiempo se trata, me encanta ver cómo en algunas iglesias se viene adoptando la costumbre de poner un reloj a la vista, cerca del altar. Mis misas, me dijo un cura el otro día, no suelen durar más de 45 minutos. «Si tardo más, estoy seguro que es una instigación del demonio». Debe haber toda una teología del tiempo: Dios hizo el mundo en seis días y en el séptimo descansó. Dios nos juzgará por las palabras (y el tiempo) ocioso.
Con tanto apremio por el tiempo yo mismo me pregunto si cada lunes y miércoles no tiraré al basurero un tesoro invaluable. Y, más aún, me pregunto si no haré perder el tiempo a quien chifladamente se atreve a leer mis artículos. Pongamos nuestra barba en remojo.